UNA IGLESIA QUE SALE AL ENCUENTRO DE LOS PUEBLOS CRUZANDO ORILLAS
Esta experiencia eclesial que se edifica para la evangelización no puede quedar reducida al propio ámbito comunitario. Ha de salir al encuentro del otro, de los otros, que se encuentran fuera . Vive de un dinamismo que se abre como una invitación para la acogida y para la transformación de los hombres, de las relaciones entre los pueblos, de la realidad en su conjunto. Así se fue haciendo la Iglesia en la historia.
En un primer momento el grupo inicial de seguidores de Jesús y de los convocados en la Pascua se encontraban en el cenáculo. Pero fueron empujados por el Espíritu a salir del cenáculo para afrontar los dramas de la historia y el enfrentamiento entre los pueblos. En ese paso trascendental consistió Pentecostés. La alianza de Abraham se hacía efectiva gracias a la Iglesia: frente a la división o separación de los pueblos, reflejada en el relato de Babel, el servicio al evangelio por parte de la Iglesia consistió en realizar la reconciliación entre los pueblos, convocados por el mismo anuncio y la misma experiencia.
La Iglesia sale del cenáculo sintiéndose misionera en cuanto reconstituía la unidad perdida o amenazada de la familia humana. Y a partir de ese momento la historia de la Iglesia iba a desarrollarse naciendo entre los diversos pueblos, como acto de reconciliación, unificando a hombres y mujeres de diversas razas al integrarlos en la misma Alianza de alcance universal.
Ese dinamismo iría encontrando modalidades multiformes a lo largo de los siglos en función de las circunstancias históricas. En un primer momento todos los bautizados (soldados, comerciantes, viajeros...) eran conscientes de la obligación que contraían. Algunos de un modo especial se consagraban enteramente al despliegue de la misión comunitaria. Pero todos se vivían como iglesia concreta en estado de misión en medio de un entorno pagano y con la mirada puesta más allá del propio ámbito comunitario. Y cada uno lo realizaba según sus posibilidades, en fidelidad al propio carisma. Aún en medio de las lógicas insuficiencias, el modo de vivir la propia fe llevaba consigo la obligación de un testimonio novedoso en medio del mundo no creyente.
Posteriormente esta conciencia compartida se manifestaría especialmente en las grandes encrucijadas históricas. Cuando pueblos desconocidos fueron penetrando en el marco del Imperio romano las distintas comunidades eclesiales, bajo el estímulo de los obispos, supieron acoger a aquellos pueblos desconocidos en el seno de la Iglesia (es de reseñar por ejemplo el papel activo asumido por las mujeres en su vida familiar y matrimonial).
Un esfuerzo insuperable se realizó en el momento de la ampliación de horizontes geográficos al inicio de la época moderna. En los navíos de los conquistadores se encontraban numerosos miembros de congregaciones religiosas. Pero su tarea hubiera sido menos eficaz sin el apoyo de capitanes, soldados, funcionarios, hombres de letras... Con todos los condicionamientos de la teología de que disponía y con todas las miserias de los intereses humanos y mundanos, lo que resulta significativo es que los protagonistas de aquella aventura consideraban que su presencia en aquellos lugares no podía prescindir de la presencia de la Iglesia y de la celebración de la fe. Incluso no fueron escasos los intentos de dar origen a modos de vida que respondieran al proyecto original del Dios de la creación. La misma denuncia profética de muchos misioneros vivía de la utopía del paraíso y del jubileo del Reino.
En todos estos ejemplos históricos se nos impone una pregunta que debe valer para nuestro presente: ¿quiénes está realmente presentes en esas encrucijadas históricas y sociales? Cada uno a su modo y con posibilidades distintas, limitado incluso por el horizonte cultural y teológico de la época, pero con la voluntad de responder a la Alianza. Hemos ido introduciendo alusiones a personas múltiples que se han sentido protagonistas desde su fe y desde su modo de estar en la Iglesia. Esa ha de ser clave y criterio para nuestro discernimiento actual.
EL TRAS TOCAMIENTO DE SITUACIONES: LAS ORILLAS DE NUESTRAS ENCRUCUADAS
Tantos esfuerzos evangelizadores, que pretendían integrar a nuevos grupos humanos en la Alianza de Dios en Jesucristo, fueron dando origen a numerosas misiones que, con el paso del tiempo, se fueron constituyendo y afirmando como iglesias locales, con todas las virtudes y defectos de una experiencia de novedad y de juventud. Este inmenso esfuerzo ha ido haciendo de la Iglesia de Jesucristo una Iglesia auténticamente mundial que se siente y se descubre como comunión de iglesias. Esta nueva experiencia encierra la mayor riqueza para avanzar en el tercer milenio de un mundo globalizado.
Conviene observar que todo este inmenso esfuerzo fue posible no sólo gracias a la tarea de clérigos o de extranjeros. Sin la responsabilidad de muchos bautizados, especialmente nativos, no hubiera cuajado la consolidación de iglesias conscientes de sí mismas. Catequistas, responsables de comunidades, políticos, intelectuales, madres de familia, profesionales... hicieron que la Alianza de la nueva Pascua se hiciera presente en la mayor parte de las regiones y culturas de nuestro mundo.
Con la mirada puesta en el futuro se puede afirmar que la misión universal de la Iglesia (y la misión de Dios) no se realizará si los diversos miembros de la Iglesia no asumen su propia responsabilidad. Y ello lógicamente se ha de referir de modo especial a aquellos que se encuentran realizando su vocación cristiana en las actuales encrucijadas de la historia, en las autopistas por las que se mueven nuestros contemporáneos. Son esas encrucijadas y esas autopistas las que van señalando las orillas que hay que atravesar y las fronteras que hay que rebasar. Precisamente en un mundo globalizado y en una civilización unificada las orillas y las fronteras se multiplican, se diversifican y se hacen más complejas. Por eso es tarea fundamental de las diversas comunidades eclesiales el discernimiento que permita identificar los carismas presentes en su seno y para ofrecerles los cauces y el apoyo que sean necesarios. No puede bastar evidentemente que algunos se sientan llamados y que respondan con generosidad, es preciso que su compromiso sea vivido como proyección de toda la comunidad eclesial.
Durante mucho tiempo, como indicábamos, había dominado una concepción geográfica de la misión: los misioneros debían alejarse de su lugar de origen para acceder a territorios lejanos. En la actualidad la lejanía y la salida deben ser comprendidas en una perspectiva nueva: hay espacios de vacío soteriológico que deben ser evangelizados (la pobreza, la opresión, la soledad), hay espacios culturales en los que debe sembrar la semilla del evangelio (literatura, música, publicidad), hay espacios institucionales en que se debe introducir la presencia cristiana (la empresa, los organismos internacionales, las estructuras políticas), hay espacios sociales en los que hay que presentar el testimonio cristiano (los nuevos movimientos sociales), hay espacios de comunicación en que debe resonar el relato de la Alianza (el amplio mundo de los medios y de la red informática). ¿Quiénes están en esas fronteras o en esos areópagos para vivir como cristianos? El "heme aquf' de su fe tendrá espontáneamente una dimensión universal.
El novedoso mensaje de Juan Pablo II desde la "Redemptoris Missio" apunta en esta dirección. Trata de defender el sentido válido de la misión 'ad gentes' y de la universalidad de la misión de la Iglesia. Incluso mantiene la validez del criterio geográfico porque cuantitativamente el número de no cristianos ha crecido significativamente. Pero a la vez reconoce la fluidez de los criterios clásicos y el trastocamiento de situaciones. Por ello despliega ante los ojos de las iglesias locales y de los bautizados singulares la perspectiva de los nuevos modos y los nuevos horizontes de la misión. Especialmente se refiere a los "nuevos areópagos" y a las "fronteras de la historia": esos son los lugares y las encrucijadas por los que debe avanzar el dinamismo de la Alianza.
En estos lugares y espacios humanos pueden ciertamente actuar presbíteros y consagrados. Pero deben ser fundamentalmente los laicos quienes vivan en esos ámbitos seculares su vocación cristiana y su envío apostólico. Sobre todo la propia profesión debe ser vivida cristianamente en clave de misión. Pero además todos pueden promover una más eficaz presencia del evangelio a través de las mediaciones sociales y políticas.
Ante la magnitud del desafío se impone con más fuerza el juicio que enunciábamos anteriormente: sin el compromiso misionero de los laicos la misión universal y sin fronteras de la Iglesia quedará bloqueada porque no se desplegará en las encrucijadas y autopistas de la civilización del futuro. Por ello debe resonar en toda su fuerza profética la afirmación contundente de Juan Pablo II: la misión de la Iglesia está todavía en sus comienzos.
Esta experiencia eclesial que se edifica para la evangelización no puede quedar reducida al propio ámbito comunitario. Ha de salir al encuentro del otro, de los otros, que se encuentran fuera . Vive de un dinamismo que se abre como una invitación para la acogida y para la transformación de los hombres, de las relaciones entre los pueblos, de la realidad en su conjunto. Así se fue haciendo la Iglesia en la historia.
En un primer momento el grupo inicial de seguidores de Jesús y de los convocados en la Pascua se encontraban en el cenáculo. Pero fueron empujados por el Espíritu a salir del cenáculo para afrontar los dramas de la historia y el enfrentamiento entre los pueblos. En ese paso trascendental consistió Pentecostés. La alianza de Abraham se hacía efectiva gracias a la Iglesia: frente a la división o separación de los pueblos, reflejada en el relato de Babel, el servicio al evangelio por parte de la Iglesia consistió en realizar la reconciliación entre los pueblos, convocados por el mismo anuncio y la misma experiencia.
La Iglesia sale del cenáculo sintiéndose misionera en cuanto reconstituía la unidad perdida o amenazada de la familia humana. Y a partir de ese momento la historia de la Iglesia iba a desarrollarse naciendo entre los diversos pueblos, como acto de reconciliación, unificando a hombres y mujeres de diversas razas al integrarlos en la misma Alianza de alcance universal.
Ese dinamismo iría encontrando modalidades multiformes a lo largo de los siglos en función de las circunstancias históricas. En un primer momento todos los bautizados (soldados, comerciantes, viajeros...) eran conscientes de la obligación que contraían. Algunos de un modo especial se consagraban enteramente al despliegue de la misión comunitaria. Pero todos se vivían como iglesia concreta en estado de misión en medio de un entorno pagano y con la mirada puesta más allá del propio ámbito comunitario. Y cada uno lo realizaba según sus posibilidades, en fidelidad al propio carisma. Aún en medio de las lógicas insuficiencias, el modo de vivir la propia fe llevaba consigo la obligación de un testimonio novedoso en medio del mundo no creyente.
Posteriormente esta conciencia compartida se manifestaría especialmente en las grandes encrucijadas históricas. Cuando pueblos desconocidos fueron penetrando en el marco del Imperio romano las distintas comunidades eclesiales, bajo el estímulo de los obispos, supieron acoger a aquellos pueblos desconocidos en el seno de la Iglesia (es de reseñar por ejemplo el papel activo asumido por las mujeres en su vida familiar y matrimonial).
Un esfuerzo insuperable se realizó en el momento de la ampliación de horizontes geográficos al inicio de la época moderna. En los navíos de los conquistadores se encontraban numerosos miembros de congregaciones religiosas. Pero su tarea hubiera sido menos eficaz sin el apoyo de capitanes, soldados, funcionarios, hombres de letras... Con todos los condicionamientos de la teología de que disponía y con todas las miserias de los intereses humanos y mundanos, lo que resulta significativo es que los protagonistas de aquella aventura consideraban que su presencia en aquellos lugares no podía prescindir de la presencia de la Iglesia y de la celebración de la fe. Incluso no fueron escasos los intentos de dar origen a modos de vida que respondieran al proyecto original del Dios de la creación. La misma denuncia profética de muchos misioneros vivía de la utopía del paraíso y del jubileo del Reino.
En todos estos ejemplos históricos se nos impone una pregunta que debe valer para nuestro presente: ¿quiénes está realmente presentes en esas encrucijadas históricas y sociales? Cada uno a su modo y con posibilidades distintas, limitado incluso por el horizonte cultural y teológico de la época, pero con la voluntad de responder a la Alianza. Hemos ido introduciendo alusiones a personas múltiples que se han sentido protagonistas desde su fe y desde su modo de estar en la Iglesia. Esa ha de ser clave y criterio para nuestro discernimiento actual.
EL TRAS TOCAMIENTO DE SITUACIONES: LAS ORILLAS DE NUESTRAS ENCRUCUADAS
Tantos esfuerzos evangelizadores, que pretendían integrar a nuevos grupos humanos en la Alianza de Dios en Jesucristo, fueron dando origen a numerosas misiones que, con el paso del tiempo, se fueron constituyendo y afirmando como iglesias locales, con todas las virtudes y defectos de una experiencia de novedad y de juventud. Este inmenso esfuerzo ha ido haciendo de la Iglesia de Jesucristo una Iglesia auténticamente mundial que se siente y se descubre como comunión de iglesias. Esta nueva experiencia encierra la mayor riqueza para avanzar en el tercer milenio de un mundo globalizado.
Conviene observar que todo este inmenso esfuerzo fue posible no sólo gracias a la tarea de clérigos o de extranjeros. Sin la responsabilidad de muchos bautizados, especialmente nativos, no hubiera cuajado la consolidación de iglesias conscientes de sí mismas. Catequistas, responsables de comunidades, políticos, intelectuales, madres de familia, profesionales... hicieron que la Alianza de la nueva Pascua se hiciera presente en la mayor parte de las regiones y culturas de nuestro mundo.
Con la mirada puesta en el futuro se puede afirmar que la misión universal de la Iglesia (y la misión de Dios) no se realizará si los diversos miembros de la Iglesia no asumen su propia responsabilidad. Y ello lógicamente se ha de referir de modo especial a aquellos que se encuentran realizando su vocación cristiana en las actuales encrucijadas de la historia, en las autopistas por las que se mueven nuestros contemporáneos. Son esas encrucijadas y esas autopistas las que van señalando las orillas que hay que atravesar y las fronteras que hay que rebasar. Precisamente en un mundo globalizado y en una civilización unificada las orillas y las fronteras se multiplican, se diversifican y se hacen más complejas. Por eso es tarea fundamental de las diversas comunidades eclesiales el discernimiento que permita identificar los carismas presentes en su seno y para ofrecerles los cauces y el apoyo que sean necesarios. No puede bastar evidentemente que algunos se sientan llamados y que respondan con generosidad, es preciso que su compromiso sea vivido como proyección de toda la comunidad eclesial.
Durante mucho tiempo, como indicábamos, había dominado una concepción geográfica de la misión: los misioneros debían alejarse de su lugar de origen para acceder a territorios lejanos. En la actualidad la lejanía y la salida deben ser comprendidas en una perspectiva nueva: hay espacios de vacío soteriológico que deben ser evangelizados (la pobreza, la opresión, la soledad), hay espacios culturales en los que debe sembrar la semilla del evangelio (literatura, música, publicidad), hay espacios institucionales en que se debe introducir la presencia cristiana (la empresa, los organismos internacionales, las estructuras políticas), hay espacios sociales en los que hay que presentar el testimonio cristiano (los nuevos movimientos sociales), hay espacios de comunicación en que debe resonar el relato de la Alianza (el amplio mundo de los medios y de la red informática). ¿Quiénes están en esas fronteras o en esos areópagos para vivir como cristianos? El "heme aquf' de su fe tendrá espontáneamente una dimensión universal.
El novedoso mensaje de Juan Pablo II desde la "Redemptoris Missio" apunta en esta dirección. Trata de defender el sentido válido de la misión 'ad gentes' y de la universalidad de la misión de la Iglesia. Incluso mantiene la validez del criterio geográfico porque cuantitativamente el número de no cristianos ha crecido significativamente. Pero a la vez reconoce la fluidez de los criterios clásicos y el trastocamiento de situaciones. Por ello despliega ante los ojos de las iglesias locales y de los bautizados singulares la perspectiva de los nuevos modos y los nuevos horizontes de la misión. Especialmente se refiere a los "nuevos areópagos" y a las "fronteras de la historia": esos son los lugares y las encrucijadas por los que debe avanzar el dinamismo de la Alianza.
En estos lugares y espacios humanos pueden ciertamente actuar presbíteros y consagrados. Pero deben ser fundamentalmente los laicos quienes vivan en esos ámbitos seculares su vocación cristiana y su envío apostólico. Sobre todo la propia profesión debe ser vivida cristianamente en clave de misión. Pero además todos pueden promover una más eficaz presencia del evangelio a través de las mediaciones sociales y políticas.
Ante la magnitud del desafío se impone con más fuerza el juicio que enunciábamos anteriormente: sin el compromiso misionero de los laicos la misión universal y sin fronteras de la Iglesia quedará bloqueada porque no se desplegará en las encrucijadas y autopistas de la civilización del futuro. Por ello debe resonar en toda su fuerza profética la afirmación contundente de Juan Pablo II: la misión de la Iglesia está todavía en sus comienzos.
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