Conclusión. Prolongar los Hechos de los Apóstoles
Terminamos como empezábamos. El libro de los Hechos nos ha ofrecido las claves profundas que identifican a la Iglesia, lo que la Iglesia de todas las épocas y lugares es y debe ser.
Como realización histórica concreta de los primeros tiempos, es algo pasado. Como indicaciones esenciales de lo que es constitutivo para la Iglesia, son algo permanente. Y como tales piden ser continuadas.
De hecho, es significativo que en todos los momentos de renovación a lo largo de la historia se hayan vuelto los ojos a los Hechos de los Apóstoles. Muchas reformas en la Iglesia se han inspirado, explícita o implícitamente, en el estilo de vida de las primeras comunidades cristianas.
También hoy, al inicio del tercer milenio cristiano, el libro de los Hechos puede y debe seguir inspirando nuevas realizaciones y proyectos de vida cristiana evangélica y evangelizadora. Las circunstancias son distintas, y continuarán cambiando, pero las claves profundas serán siempre las mismas. Sin ellas no habrá vitalidad, ni nueva evangelización, ni habrá Iglesia.
No se trata de repetir, sino de prolongar los Hechos de los apóstoles. El Espíritu, que continúa presente y actuando en la Iglesia, quiere renovar el prodigio de Pentecostés, las mismas maravillas obradas en los comienzos de la predicación evangélica (cf. Oración colecta del Domingo de Pentecostés). Maravillas que serán nuevas, pues el Espíritu es siempre nuevo y creador.
Su infinita energía quiere suscitar comunidades llenas de la vida de Dios, que irradien y contagien; comunidades débiles pero sostenidas por el poder de Cristo Resucitado; comunidades llenas de fervor y entusiasmo, en las que la mediocridad quede desterrada; comunidades profundamente orantes, colgadas de Dios; comunidades apasionadas por el Evangelio y llenas de ardor evangelizador; comunidades que testimonien la novedad del Evangelio, de todo el Evangelio; comunidades llenas de amor al mundo y a los hombres hasta dar la vida por ellos...
Todo esto es posible y necesario. Posible, porque Dios puede y quiere hacerlo. Necesario, porque sin ello la Iglesia deja de ser luz del mundo y sal de la tierra y no transmite la salvación. Nos toca a nosotros responder y ponernos a disposición de la acción del Espíritu. Si lo hacemos, la Iglesia será de manera cada vez más perfecta sacramento de salvación para todos los hombres, se realizará eficazmente la nueva evangelización... y los hombres creerán y tendrán vida eterna.
Como realización histórica concreta de los primeros tiempos, es algo pasado. Como indicaciones esenciales de lo que es constitutivo para la Iglesia, son algo permanente. Y como tales piden ser continuadas.
De hecho, es significativo que en todos los momentos de renovación a lo largo de la historia se hayan vuelto los ojos a los Hechos de los Apóstoles. Muchas reformas en la Iglesia se han inspirado, explícita o implícitamente, en el estilo de vida de las primeras comunidades cristianas.
También hoy, al inicio del tercer milenio cristiano, el libro de los Hechos puede y debe seguir inspirando nuevas realizaciones y proyectos de vida cristiana evangélica y evangelizadora. Las circunstancias son distintas, y continuarán cambiando, pero las claves profundas serán siempre las mismas. Sin ellas no habrá vitalidad, ni nueva evangelización, ni habrá Iglesia.
No se trata de repetir, sino de prolongar los Hechos de los apóstoles. El Espíritu, que continúa presente y actuando en la Iglesia, quiere renovar el prodigio de Pentecostés, las mismas maravillas obradas en los comienzos de la predicación evangélica (cf. Oración colecta del Domingo de Pentecostés). Maravillas que serán nuevas, pues el Espíritu es siempre nuevo y creador.
Su infinita energía quiere suscitar comunidades llenas de la vida de Dios, que irradien y contagien; comunidades débiles pero sostenidas por el poder de Cristo Resucitado; comunidades llenas de fervor y entusiasmo, en las que la mediocridad quede desterrada; comunidades profundamente orantes, colgadas de Dios; comunidades apasionadas por el Evangelio y llenas de ardor evangelizador; comunidades que testimonien la novedad del Evangelio, de todo el Evangelio; comunidades llenas de amor al mundo y a los hombres hasta dar la vida por ellos...
Todo esto es posible y necesario. Posible, porque Dios puede y quiere hacerlo. Necesario, porque sin ello la Iglesia deja de ser luz del mundo y sal de la tierra y no transmite la salvación. Nos toca a nosotros responder y ponernos a disposición de la acción del Espíritu. Si lo hacemos, la Iglesia será de manera cada vez más perfecta sacramento de salvación para todos los hombres, se realizará eficazmente la nueva evangelización... y los hombres creerán y tendrán vida eterna.