7. Con María
Una sola vez se menciona en los Hechos a «María, la madre de Jesús» (1,14). Lo mismo que en los Evangelios, su presencia es sumamente discreta y pasa casi desapercibida.
Y sin embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de que esa presencia es completamente decisiva. María aparece con los Doce y la comunidad de hermanos perseverando en oración a la espera del Espíritu. La intercesión de María dispone a la Iglesia para la efusión del Espíritu.
Si la Iglesia está llamada a vivir un Pentecostés permanente, eso significa que ha de convertirse en un cenáculo permanente. La Iglesia debe vivir en oración constante, en la espera del Espíritu, en unión con María, la madre de Jesús. Y eso, la Iglesia toda: la jerarquía, los obispos y sus colaboradores los presbíteros –personificados en los Doce–; y la totalidad de los bautizados, hombres y mujeres –personificados en los 120 hermanos iniciales–. Sólo desde este cenáculo permanente la Iglesia puede crecer y multiplicarse.
Pero hay más. Al mencionar a María al inicio mismo de los Hechos, San Lucas parece ponerla en relación con la presencia de María al inicio de su Evangelio (Lc 1,26-38).
En efecto, María concibe y da a luz al Hijo de Dios, sin colaboración de varón, porque la fuerza del Espíritu desciende sobre ella y la fecunda.
Ahora bien, no es casual que en Lc 1,35 y en Hch 1,8 encontremos expresiones similares. En ambos textos se habla del «Espíritu Santo» que «desciende sobre» (mismo verbo) y se le califica de «fuerza» o «poder» (dynamis; en Lucas se habla de «poder del Altísimo», que por el paralelismo se refiere al Espíritu Santo). La consecuencia («por eso») es que el que ha de nacer será Santo e Hijo de Dios; en Hechos es que los discípulos serán testigos de Jesús hasta los confines de la tierra.
Esto sugiere que la Iglesia está llamada a prolongar la maternidad virginal de María. Si María hubiera concebido de varón habría dado a luz un simple hombre. Porque concibe por el poder del Espíritu que desciende sobre ella da a luz al Santo, al Hijo de Dios.
De igual manera, la Iglesia está llamada a «no conocer varón», es decir, a no apoyarse en medios naturales y a no buscar seguridades en ayudas humanas. Si dependiera de ello, sólo produciría obras humanas, frutos para este mundo y resultados a ras de tierra. Dejándose fecundar virginalmente por el poder del Espíritu Santo es hecha madre fecunda y engendra santos e hijos de Dios; cubierta por la sombra del Espíritu, transmite vida divina y eterna dando testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.
En este sentido, podemos decir que María personifica ejemplarmente a la Iglesia. En ella podemos contemplar realizado con perfección cuanto en los capítulos precedentes hemos ido descubriendo en la Iglesia primitiva. María es modelo de acogida del Espíritu y de los planes de Dios («he aquí la esclava del Señor»). Evangelizada por el ángel, acepta sin condiciones el mensaje de Dios («hágase en mí según tu palabra») y se convierte en la primera evangelizadora al llevar a Jesús –presente en su seno– a casa de Isabel y permitirle que comience su acción salvífica. Es modelo de la Iglesia por su santidad de vida. Es modelo de oración en el cenáculo y con el Magnificat, en que proclama las obras grandes realizadas por Dios. Permanece firme junto a la cruz de su Hijo y Señor (Jn 19,25) con el alma llena de dolor (Lc 2,35).
Finalmente, con esa alusión a María al inicio de los Hechos y del Evangelio quizá san Lucas sugiera también la función maternal de María respecto de la Iglesia. La que engendró a Cristo, Cabeza de la Iglesia, colabora ahora en la gestación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y así es constituida madre del Cristo total. Lo mismo que el nacimiento de Cristo, también el de la Iglesia se produce «de Spiritu Sancto ex María Virgine». No es casual que se la mencione precisamente como «madre de Jesús». Por lo demás, la presencia de María entre aquellos discípulos todavía desalentados y temerosos, ¿no sugiere protección y cobijo?
Una sola vez se menciona en los Hechos a «María, la madre de Jesús» (1,14). Lo mismo que en los Evangelios, su presencia es sumamente discreta y pasa casi desapercibida.
Y sin embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de que esa presencia es completamente decisiva. María aparece con los Doce y la comunidad de hermanos perseverando en oración a la espera del Espíritu. La intercesión de María dispone a la Iglesia para la efusión del Espíritu.
Si la Iglesia está llamada a vivir un Pentecostés permanente, eso significa que ha de convertirse en un cenáculo permanente. La Iglesia debe vivir en oración constante, en la espera del Espíritu, en unión con María, la madre de Jesús. Y eso, la Iglesia toda: la jerarquía, los obispos y sus colaboradores los presbíteros –personificados en los Doce–; y la totalidad de los bautizados, hombres y mujeres –personificados en los 120 hermanos iniciales–. Sólo desde este cenáculo permanente la Iglesia puede crecer y multiplicarse.
Pero hay más. Al mencionar a María al inicio mismo de los Hechos, San Lucas parece ponerla en relación con la presencia de María al inicio de su Evangelio (Lc 1,26-38).
En efecto, María concibe y da a luz al Hijo de Dios, sin colaboración de varón, porque la fuerza del Espíritu desciende sobre ella y la fecunda.
Ahora bien, no es casual que en Lc 1,35 y en Hch 1,8 encontremos expresiones similares. En ambos textos se habla del «Espíritu Santo» que «desciende sobre» (mismo verbo) y se le califica de «fuerza» o «poder» (dynamis; en Lucas se habla de «poder del Altísimo», que por el paralelismo se refiere al Espíritu Santo). La consecuencia («por eso») es que el que ha de nacer será Santo e Hijo de Dios; en Hechos es que los discípulos serán testigos de Jesús hasta los confines de la tierra.
Esto sugiere que la Iglesia está llamada a prolongar la maternidad virginal de María. Si María hubiera concebido de varón habría dado a luz un simple hombre. Porque concibe por el poder del Espíritu que desciende sobre ella da a luz al Santo, al Hijo de Dios.
De igual manera, la Iglesia está llamada a «no conocer varón», es decir, a no apoyarse en medios naturales y a no buscar seguridades en ayudas humanas. Si dependiera de ello, sólo produciría obras humanas, frutos para este mundo y resultados a ras de tierra. Dejándose fecundar virginalmente por el poder del Espíritu Santo es hecha madre fecunda y engendra santos e hijos de Dios; cubierta por la sombra del Espíritu, transmite vida divina y eterna dando testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.
En este sentido, podemos decir que María personifica ejemplarmente a la Iglesia. En ella podemos contemplar realizado con perfección cuanto en los capítulos precedentes hemos ido descubriendo en la Iglesia primitiva. María es modelo de acogida del Espíritu y de los planes de Dios («he aquí la esclava del Señor»). Evangelizada por el ángel, acepta sin condiciones el mensaje de Dios («hágase en mí según tu palabra») y se convierte en la primera evangelizadora al llevar a Jesús –presente en su seno– a casa de Isabel y permitirle que comience su acción salvífica. Es modelo de la Iglesia por su santidad de vida. Es modelo de oración en el cenáculo y con el Magnificat, en que proclama las obras grandes realizadas por Dios. Permanece firme junto a la cruz de su Hijo y Señor (Jn 19,25) con el alma llena de dolor (Lc 2,35).
Finalmente, con esa alusión a María al inicio de los Hechos y del Evangelio quizá san Lucas sugiera también la función maternal de María respecto de la Iglesia. La que engendró a Cristo, Cabeza de la Iglesia, colabora ahora en la gestación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y así es constituida madre del Cristo total. Lo mismo que el nacimiento de Cristo, también el de la Iglesia se produce «de Spiritu Sancto ex María Virgine». No es casual que se la mencione precisamente como «madre de Jesús». Por lo demás, la presencia de María entre aquellos discípulos todavía desalentados y temerosos, ¿no sugiere protección y cobijo?
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