Este Evangelio comienza con unas palabras extraordinariamente consoladoras de Jesús. Ellas son la conclusión de su enseñanza acerca del abandono a la divina Providencia: "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino".
Jesús llama al grupo de sus discípulos “pequeño rebaño”. Esta es la única vez que se usa esta metáfora en el Evangelio de Lucas. Por eso para entender su sentido, como ocurre con muchos temas del Evangelio, es necesario recurrir al antecedente del Antiguo Testamento. Allí esta metáfora es corriente: el rebaño es el pueblo de Israel y su pastor es Dios. El fiel israelita expresaba su confianza en Dios cantando: “El Señor es mi pastor, nada me falta... aunque pase por valle tenebroso, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23,1.4). O invocaba el auxilio de Dios clamando: “Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como a un rebaño” (Sal 80,2). Es la metáfora usada por Jesús en el Evangelio. Se entiende que el pastor es Dios. Con este pastor el rebaño no tiene nada que temer: "No temas, pequeño rebaño".
¿Por qué al rebaño de sus discípulos Jesús lo llama “pequeño"? Lo llama así no sólo porque son poco numerosos, sino, sobre todo, porque está compuesto por gente sencilla, por gente de poco peso en el mundo. Es claro que Jesús en su vida no fue seguido por la gente importante. A los guardias que expresaban su admiración por Jesús, los fariseos les preguntan: “¿Vosotros también os habéis dejado embaucar? ¿Acaso ha creído en él algún magistrado o algún fariseo? Pero esa gente que no conoce la ley son unos malditos” (Jn 7,47-48). Esa gente es la que constituye el “pequeño rebaño”. Es más, si alguien es grande, tiene que hacerse pequeño para entrar en este rebaño: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18,3; cf. Lc 18,17). Los discípulos de Jesús cumplieron esta condición. Por eso, años más tarde, al considerar la comunidad de Corinto, San Pablo escribe: “¡Mirad, hermanos, quienes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza ... Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios” (1Cor 1,26.28-29). La salvación del ser humano es obra de Dios y en esta obra los poderes de este mundo no pueden nada. Para que no haya duda respecto de esto, Dios se sirve de los pequeños y de los que no son nada.
Pero Jesús no sólo usa la metáfora del rebaño y el pastor; dirigiendose a sus discípulos, llama a Dios “vuestro Padre”. ¡Y esto ya no está dicho en sentido metafórico! ¿Quién puede temer algo, si tiene semejante Padre? Este Padre da a sus hijos el Bien máximo: “A vuestro Padre ha parecido bien daros a vosotros el Reino”. Pero ¿qué se en-tiende por el “Reino”? ¿Qué es lo que les dio?
Para responder a esta pregunta recurrimos a un texto paralelo a éste. En otra ocasión Jesús aprobó este modo de proceder de su Padre, bendiciendolo así: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues así te ha parecido bien”. El Reino es entonces algo que el Padre ha revelado a su pequeño rebaño. Si seguimos leyendo Jesús lo aclara: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,21-22). El Reino es el don de la intimidad en conocimiento y amor con el Padre y el Hijo. Esto es lo que Jesús llama la “vida eterna”. Dirigiendose a su Padre, Jesús dice en qué consiste esa vida: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucris-to" (Jn 17,3). La misión de Jesús consistió en darnos la vida eterna: "He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Y esto lo hizo dandonos a conocer a su Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado" (Jn 17,6).
Esta misión encuentra tres obstáculos: “las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida”. Explicando la parábola del sembrador, Jesús dice que la parte de semilla que cayó entre los abrojos “son los que han oído la palabra, pero es ahogada por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida” (Lc 8,14).
Respecto del primer obstáculo, Jesús ya ha advertido a sus discípulos: "No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis" (Lc 12,22). No lo dice porque niegue la necesidad de esos bienes, ni para mover a sus discípulos a una especie de estoica resignación. ¡Todo lo contrario! Ellos no deben preocuparse, porque ya hay Alguien infinitamente poderoso que se preocupa de eso: "Ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso" (Lc 12,30). Y concluye: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Lc 12,31; cf. Mt 6,33).
Para remover el segundo obstáculo, Jesús exhorta a deshacerse de las riquezas: "Vended vuestros bienes y dad limosna”. Para poseer el Bien infinito que es Dios, debemos desapegarnos de los bienes limitados de este mundo, “porque, dice Jesús, donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. No podemos entregar el corazón a Dios mientras tengamos tesoros en esta tierra, porque estos tesoros nos aprisionan el corazón.
Por último, Jesús invita a estar siempre preparados para su venida y no dejarse embotar por los placeres de la vida. Reprocha la actitud del que confía en que tiene todavía mucho tiempo por delante y comienza a “comer, beber y emborracharse”. Es la actitud del hombre necio cuyos campos dieron mucho fruto y pensó que tendría muchos años para gozar de esos bienes; no sabía que esa noche iba a morir. Lo mismo dice Jesús aquí: “Vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, lo separará y le señalará su suerte entre los infieles”.
Al leer estas palabras de Jesús existe el peligro de dejarlas pasar y quedarnos inalterados. Pensamos que no es-tán dichas para nosotros, y preguntamos como hizo Pedro: “Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?". Jesús dice estas palabras para todos, pero especialmente para nosotros.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Los Angeles (Chile)
Jesús llama al grupo de sus discípulos “pequeño rebaño”. Esta es la única vez que se usa esta metáfora en el Evangelio de Lucas. Por eso para entender su sentido, como ocurre con muchos temas del Evangelio, es necesario recurrir al antecedente del Antiguo Testamento. Allí esta metáfora es corriente: el rebaño es el pueblo de Israel y su pastor es Dios. El fiel israelita expresaba su confianza en Dios cantando: “El Señor es mi pastor, nada me falta... aunque pase por valle tenebroso, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23,1.4). O invocaba el auxilio de Dios clamando: “Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como a un rebaño” (Sal 80,2). Es la metáfora usada por Jesús en el Evangelio. Se entiende que el pastor es Dios. Con este pastor el rebaño no tiene nada que temer: "No temas, pequeño rebaño".
¿Por qué al rebaño de sus discípulos Jesús lo llama “pequeño"? Lo llama así no sólo porque son poco numerosos, sino, sobre todo, porque está compuesto por gente sencilla, por gente de poco peso en el mundo. Es claro que Jesús en su vida no fue seguido por la gente importante. A los guardias que expresaban su admiración por Jesús, los fariseos les preguntan: “¿Vosotros también os habéis dejado embaucar? ¿Acaso ha creído en él algún magistrado o algún fariseo? Pero esa gente que no conoce la ley son unos malditos” (Jn 7,47-48). Esa gente es la que constituye el “pequeño rebaño”. Es más, si alguien es grande, tiene que hacerse pequeño para entrar en este rebaño: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18,3; cf. Lc 18,17). Los discípulos de Jesús cumplieron esta condición. Por eso, años más tarde, al considerar la comunidad de Corinto, San Pablo escribe: “¡Mirad, hermanos, quienes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza ... Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios” (1Cor 1,26.28-29). La salvación del ser humano es obra de Dios y en esta obra los poderes de este mundo no pueden nada. Para que no haya duda respecto de esto, Dios se sirve de los pequeños y de los que no son nada.
Pero Jesús no sólo usa la metáfora del rebaño y el pastor; dirigiendose a sus discípulos, llama a Dios “vuestro Padre”. ¡Y esto ya no está dicho en sentido metafórico! ¿Quién puede temer algo, si tiene semejante Padre? Este Padre da a sus hijos el Bien máximo: “A vuestro Padre ha parecido bien daros a vosotros el Reino”. Pero ¿qué se en-tiende por el “Reino”? ¿Qué es lo que les dio?
Para responder a esta pregunta recurrimos a un texto paralelo a éste. En otra ocasión Jesús aprobó este modo de proceder de su Padre, bendiciendolo así: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues así te ha parecido bien”. El Reino es entonces algo que el Padre ha revelado a su pequeño rebaño. Si seguimos leyendo Jesús lo aclara: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,21-22). El Reino es el don de la intimidad en conocimiento y amor con el Padre y el Hijo. Esto es lo que Jesús llama la “vida eterna”. Dirigiendose a su Padre, Jesús dice en qué consiste esa vida: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucris-to" (Jn 17,3). La misión de Jesús consistió en darnos la vida eterna: "He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Y esto lo hizo dandonos a conocer a su Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado" (Jn 17,6).
Esta misión encuentra tres obstáculos: “las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida”. Explicando la parábola del sembrador, Jesús dice que la parte de semilla que cayó entre los abrojos “son los que han oído la palabra, pero es ahogada por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida” (Lc 8,14).
Respecto del primer obstáculo, Jesús ya ha advertido a sus discípulos: "No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis" (Lc 12,22). No lo dice porque niegue la necesidad de esos bienes, ni para mover a sus discípulos a una especie de estoica resignación. ¡Todo lo contrario! Ellos no deben preocuparse, porque ya hay Alguien infinitamente poderoso que se preocupa de eso: "Ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso" (Lc 12,30). Y concluye: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Lc 12,31; cf. Mt 6,33).
Para remover el segundo obstáculo, Jesús exhorta a deshacerse de las riquezas: "Vended vuestros bienes y dad limosna”. Para poseer el Bien infinito que es Dios, debemos desapegarnos de los bienes limitados de este mundo, “porque, dice Jesús, donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. No podemos entregar el corazón a Dios mientras tengamos tesoros en esta tierra, porque estos tesoros nos aprisionan el corazón.
Por último, Jesús invita a estar siempre preparados para su venida y no dejarse embotar por los placeres de la vida. Reprocha la actitud del que confía en que tiene todavía mucho tiempo por delante y comienza a “comer, beber y emborracharse”. Es la actitud del hombre necio cuyos campos dieron mucho fruto y pensó que tendría muchos años para gozar de esos bienes; no sabía que esa noche iba a morir. Lo mismo dice Jesús aquí: “Vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, lo separará y le señalará su suerte entre los infieles”.
Al leer estas palabras de Jesús existe el peligro de dejarlas pasar y quedarnos inalterados. Pensamos que no es-tán dichas para nosotros, y preguntamos como hizo Pedro: “Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?". Jesús dice estas palabras para todos, pero especialmente para nosotros.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Los Angeles (Chile)