A pedido del diario platense El Día, y de otros medios nacionales e internacionales, el arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, escribió un artículo sobre la reciente profanación de la catedral platense. El prelado reiteró que, con la palabra abominación hizo referencia al hecho; de por sí condenable y aborrecible. ¨No me refería -subrayó- a la ´comunidad gay´, que se sintió ofendida; una afrenta como la sufrida por los católicos platenses podría provenir igualmente de personas heterosexuales. Toda persona, en cuanto tal, merece respeto, independientemente de su orientación sexual. No he querido ofender a nadie, pero no podía omitir la defensa de nuestros derechos¨.
La catedral de La Plata es célebre por la belleza que plasmó en ella el arquitecto Benoit, pero también es reconocida como el corazón de la ciudad; está erigida en el centro de su cuadrilátero y es meta de peregrinos y de turistas interesados en contemplarla. Para los católicos platenses es su catedral, que desborda de fieles en las principales solemnidades. Como cualquier templo, es un lugar sagrado, que nos habla de Dios y nos invita a acercarnos a Él para la adoración y la súplica, tanto en las asambleas litúrgicas como en la visita personal y silenciosa.
Este ámbito religioso, digno de respeto aun de parte de los no creyentes, como lo es el de cualquiera otra religión, ha sido torpemente profanado. Paso a describir los hechos. A causa de un descuido de la guardia, una mujer que se hace llamar “la tigresa de Oriente”, vestida de modo indecoroso y acompañada por otro personaje vestido de mujer, conocido como “la Pocha Leiva” entraron a filmar un video en el que cantaba la primera y bailaban las dos. La dicha tigresa se atrevió a sentarse en un confesionario en son de burla y blasfemó de la Eucaristía, remedando la comunión que le administraba su cómplice y cantando estrofas escandalosas, de carácter erótico, sobre el Cuerpo de Cristo. La filmación se difundió ampliamente aunque, según se decía en La Plata, estaba destinada a un “boliche gay” de la ciudad.
En la solemnidad de Corpus Christi ofrecimos la procesión y la misa en reparación por la profanación perpetrada. Recorrimos las calles llevando el Santísimo Sacramento y celebramos luego la Eucaristía en la catedral, colmada; se calcula que había más de cuatro mil fieles, muchos de los cuales no pudieron entrar. En la homilía me referí sumariamente al hecho con palabras fuertes, pero justas. Así lo entendieron los presentes, que al concluir la celebración aplaudieron con entusiasmo, largamente.
Lo que, en especial, disgustó de mis dichos a algunos grupos y a la corporación mediática, que no incluye a todos los periodistas, fue una frase: Ahora resultan normales estas abominaciones amparadas por las leyes. Se llama abominación a un hecho condenable, aborrecible. La palabra aparece numerosas veces en la Sagrada Escritura. No me refería a la “comunidad gay”, que se sintió ofendida; una afrenta como la sufrida por los católicos platenses podría provenir igualmente de personas heterosexuales. Toda persona, en cuanto tal, merece respeto, independientemente de su orientación sexual. Hice alusión también al lugar al que, al parecer, estaba destinada la filmación. No he querido ofender a nadie, pero no podía omitir la defensa de nuestros derechos. Por otra parte, es bien conocida la enseñanza de la Biblia, y de la Iglesia, sobre las conductas homosexuales.
El fenómeno de la profanación se ha registrado también en otras latitudes. Recientemente, en la catedral de La Almudena, de Madrid, dos mujeres con el torso desnudo, que exhibían leyendas abortistas y gritaban obscenidades, se encadenaron al gran crucifijo del templo. ¿Quién eleva su voz para reprobar esos ataques contra los sentimientos religiosos de la población que cree en Jesucristo, y que no es una minoría insignificante? Nadie perteneciente a los círculos oficiales, ni en España sobre el caso que acabo de mencionar, ni entre nosotros. Se sublevan, en cambio, contra una frase que, mal interpretada, pareciera oponerse al colectivo LGBT.
En la homilía de Corpus me he referido, asimismo, a leyes que con todo derecho, en un régimen democrático, puedo reconocer como injustas en cuanto se oponen al orden natural. Curiosamente, los signos religiosos, la fe católica y los sacramentos de la Iglesia no están protegidos por las leyes de eventuales atentados. Llama la atención que en nuestro país, donde la mayoría de la población forma parte del pueblo de Dios que es la Iglesia, ninguna autoridad manifieste lo inaceptable del ataque que ha sufrido la comunidad católica. En el caso de la invasión del templo parroquial de San Ignacio por alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires, que se ensañaron con el altar y otros ámbitos de la iglesia, son acusados solamente de atentar contra un monumento histórico nacional no de la afrenta contra el lugar sagrado. Si se observa verdaderamente el principio de la libertad religiosa, merece respeto el templo de cualquiera de los cultos reconocidos por el Estado.
Muchísimas personas y varias instituciones, no sólo platenses, me han expresado su solidaridad y se han identificado con mis declaraciones. En cambio, soy un discriminador para el INADI, que ignora la discriminación de que ha sido objeto la fe católica y quienes la profesan. No es éste un asunto menor. Más allá de la situación personal –hice lo que me correspondía como pastor de la Iglesia- los católicos tienen derecho a que se les respete en sus convicciones y en su presencia religiosa en la ciudad. Los antiguos filósofos que han inspirado el desarrollo de la civilización occidental, afirmaban que sin la referencia a los dioses no podía asegurarse el orden plenario de la sociedad. Importa a la polis, es decir, a la ciudad, a los ciudadanos, el respeto de la religión. Importa, asimismo, a la política, a la que aquellos llamaban politéia. Le importaba a los políticos; los de entonces, ciertamente, como debería importarle a los de ahora.
Héctor Aguer, arzobispo de La Plata.+