Madre, una gracia te pido, 
que me sanes en cuerpo y alma.

miércoles, 17 de marzo de 2010

SEGUIR A JESÚS ES COMPARTIR SU CAMINO






Evangelio según San Lucas 14,25-33.

Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo:
"Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo.
El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo:
'Este comenzó a edificar y no pudo terminar'.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?
Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz.
De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.


Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.

1. Seguir a Jesús es compartir su camino
El texto del Evangelio de Lucas nos puede provocar todo tipo de reacciones, pues presenta situaciones muy contradictorias y chocantes, tanto para la gente de aquel tiempo como para nosotros.

El texto nos dice que mucha gente caminaba con Jesús. Es muy distinto seguirlo a Él que caminar con Él. “Caminar con” puede significar, como bien dice el dicho popular, “dejarse llevar por la corriente” o bien “donde va Vicente, va toda le gente”. Cuando se camina con alguien, a la par de de esa persona, podemos ir sobre el mismo camino, pero puede ser que no tengamos el mismo destino; no hay alguien que guíe y que indique cual es el camino a seguir. Uno puede caminar junto a alguien y no compartir su sentir, sus convicciones, sus ideales, sus sueños, su fe; es más, ni siquiera conocerle el nombre. Seguir a alguien, en cambio, es conocer a quién se sigue y asumir su sentir, su actuar, sus convicciones, los mismos riesgos, sus ideales, sueños, su mismo espíritu, su fe. Es el mismo camino con el mismo destino.
Jesús le dice a la gente que caminaba con Él: “Si alguno quiere venir a mí y no se desprende de su padre y madre, de su mujer e hijos, de sus hermanos y hermanas, e incluso de su propia persona, no puede ser discípulo mío. El que no carga con su propia cruz para seguirme luego, no puede ser discípulo mío”.

Sin duda alguna, seguir a Jesús es algo muy exigente. Implica renunciar a uno mismo, morir al “yo” y entregar la vida a Jesús, a su voluntad, dejar que El nos transforme y nos haga parte de El.

La expresión “Llevar la cruz” nos recuerda una referencia a la crucifixión, método de ejecución oriental que los romanos aplicaban a esclavos y rebeldes. Pero Jesús añadió: “detrás de mí”, lo cual supone que nos precede un ejemplo.

Tiene que haber razones muy fuertes y convincentes para que Jesús se atreva a proponer este programa. San Pablo lo explica así: “Es doctrina segura: Si morimos con Cristo, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él”.

2. La cruz presente en nuestro camino
Al tomar la cruz en su sentido figurado, como signo de dolor, de sufrimiento y de muerte, podemos preguntarnos: ¿quién de nosotros, de una o de otra forma, no experimenta diariamente la lacerante realidad de la cruz? La cruz no es algo extraño para la vida de todo hombre y mujer, de cualquier edad, pueblo y condición social. Toda persona, de diferentes modos, encuentra la cruz en su camino, es tocada y, hasta en cierto modo, es marcada profundamente por ella. «Sí, la cruz está inscrita en la vida del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no podemos eliminar de nuestra historia personal el sufrimiento y la prueba».

La experiencia del mal y el sufrimiento no ha sido querida por Dios. Ha entrado en el mundo y en nuestra vida por el pecado de nuestros primeros padres. Y el Padre ha respondido a esa realidad redimiéndonos en el Señor Jesús por la Cruz y la Resurrección, y nos ha abierto a una vida nueva que nos llega cotidianamente por la acción del Espíritu Santo.

Experimentamos la cruz cuando en la familia en vez de la armonía y el mutuo amor reina la incomprensión o la mutua agresión, cuando recibimos palabras hirientes de nuestros seres queridos, cuando la infidelidad destruye un hogar, cuando experimentamos la traición de quienes amamos, cuando somos víctimas de una injusticia, cuando el mal nos golpea de una u otra forma, cuando aumentan las dificultades en el estudio, cuando fracasa un proyecto o un apostolado no resulta, cuando es casi imposible encontrar un puesto de trabajo, cuando falta el dinero necesario para el sostenimiento de la familia, cuando aparece una enfermedad larga o incurable, cuando repentinamente la muerte nos arrebata a un ser querido, cuando nos vemos sumergidos en el vacío y la soledad, cuando cometemos un mal del que luego nos cuesta perdonarnos. ¡cuántas y qué variadas son las ocasiones que nos hacen experimentar el peso de la cruz en nuestra vida!

Al mirarnos y mirar a nuestro alrededor, descubrimos que toda existencia humana tiene el sello del sufrimiento. No hay nadie que no sufra, que no muera. Pero vemos también cómo sin Cristo, todo sufrimiento carece de sentido, es estéril, absurdo, aplasta , hunde en la amargura, endurece el corazón.

El Señor, lejos de liberarnos de la cruz, la ha cargado sobre sí, haciendo de ella el lugar de la redención de la humanidad, uniendo y reconciliando en ella, por su Sangre, lo que el pecado había dividido: a Dios y al hombre. Él mismo, en la Cruz, cambió la maldición en bendición, la muerte en vida. Resucitando, transformó la cruz de árbol de muerte en árbol de vida.

Quien con el Señor sabe abrazarse a Su Cruz, experimenta cómo su propio sufrimiento, sin desaparecer, adquiere sentido, se transforma en un dolor salvífico, en fuente de innumerables bendiciones para sí mismo y muchos otros. No hay cristianismo sin cruz porque con Cristo la cruz es el camino a la luz, es decir, a la plena comunión y participación de la gloria del Señor.

3. Asumir la cruz para seguir a Jesús
¡No pocas veces nuestra primera reacción ante la cruz es querer huir, es no querer asumirla, porque nos cuesta! La fuga se da de muchos modos: evadir las propias responsabilidades y cargas pesadas, ocultar mi identidad cristiana para no exponerme a la burla y el rechazo de los demás, no defender o asistir a quien me necesita por "no meterme en problemas" o hacerme de una "carga", no asumir tal apostolado que me da más trabajo, no perdonar a quien me ha ofendido porque me cuesta vencer mi orgullo.

Otras veces, al no poder evadir el sufrimiento, no queremos sino deshacernos de la cruz, arrojarla lejos, más aún cuando la cruz la llevamos por mucho tiempo o nos pide una gran dosis de sacrificio: "¡hasta cuándo, Señor! ¡Basta ya!" Hay quien perdiendo el aguante y con rebelde actitud frente Dios opta por apartarse de Él.

La actitud adecuada ante la cruz es asumirla plenamente, con paciencia, confiando plenamente en que Dios sabrá sacar bienes de los males, buscando en Él la fuerza necesaria para soportar todo su peso y llevar a pleno cumplimiento en nosotros su amoroso designio. El mismo Señor nos ha enseñado a acudir incesantemente a la oración para ser capaces de llevar la cruz.

Asimismo tenemos que pedir a Dios la gracia para vivir la virtud de la mortificación, entendida como un aprender a sufrir pacientemente -sobre todo ante hechos y eventos que escapan al propio control- y un ir adhiriendo explícitamente los propios sufrimientos y contrariedades -todo aquello penoso o molesto para nuestra naturaleza o mortificante para nuestro amor propio- al misterio del sufrimiento de Cristo.

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