P. Adelino
La liturgia de este domingo de cuaresma nos pone en contacto con la característica más grande de Dios: su amor. En las tres lecturas de hoy encontramos el tema de ser libres del pasado: “No se acuerden de las cosas pasados, no piensen en las cosas antiguas; yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta? (1 lect. Is 43, 18). Eso nos hace volver a la liturgia del domingo pasado, la parábola del Padre misericordioso: cuando nosotros decidimos volver a Dios, él ya se alegra y nos prepara algo nuevo. En la visión del profeta Isaías están a la vez un nuevo paraíso y un nuevo éxodo, porque Israel vuelve del exilio, del cautiverio y Dios hará brotar agua en el desierto y ríos en la estepa. Lo interesante en este texto es que Dios revela que antes de nuestro amor y adhesión a su propuesta, él ya nos había formado en su ser: “para dar de beber a mi Pueblo, mi elegido, el pueblo que yo me formé para que pregonara mi alabanza”, es lo mismo que San Juan nos va a decir en su carta: Dios es amor, Dios nos amó primero. Por eso Dios nos propone no más estar atado al pasado, hay una vida nueva por delante, ahora dentro de sus leyes y más que las leyes bajo la custodia de su amor y misericordia. Estar aferrado al pasado es desear volver a este pasado o tornarlo presente (eso enferma al hombre), es no poder o no querer salir de la situación del pecado.
En esta misma línea de pensamiento nos encontramos con Pablo que con su experiencia de hombre fiel a la ley, se percibe que también está aferrado al pasado, cometiendo farisaísmo. Recordemos que Pablo, por celo a las leyes del Señor era perseguidor de los cristianos. El encuentro con el Cristo vivo lo hizo caer por tierra, es decir, salir de su autosuficiencia, de su orgullo y soberbia. Lo hace percibir que la justificación viene de Dios y no sólo de las obras, por más buenas que sean. Pablo está en prisión y su reflexión tiene un doble tono, un doble sentido: “Olvidándome del camino recorrido, me lanzo hacia adelante y corro en dirección a la meta, para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús”. El primer sentido es que Pablo se acerca a la muerte, por eso corre en dirección a la meta, pero para eso ha sacrificado todo, es decir ha dejado todo lo suyo para vivir lo de Cristo. Es el mismo Pablo que va a decir: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. El segundo sentido es que el encuentro con Cristo lo hizo nuevo, le fue dada una vez más la dignidad de hijo (domingo anterior) y ya no sirve está añorando al pasado, ya no sirve recordar el pasado, porque todo eso fue borrado por Dios. Pablo nos dice que no nos sirve recordar el camino recorrido, si fue triste, si fue alegre, si hubo sufrimiento o no, si cansador o no, si había piedras o no, si con pecados o no, lo más importante es que delante de nuestros ojos está Cristo con sus brazos abiertos para recibirnos y hacernos nuevas creaturas. Queda atrás una vida de fariseo, que Pablo la considera como un desperdicio y corre ahora, semejante a un atleta, para alcanzar a Cristo, ya que él fue alcanzado primero por su gracia.
Es muy evidente que para Pablo la conversión y el ser libre del antiguo pecado no es un mero volver a tener una vida decente, que de pasada es el buen propósito de muchos cristianos para la cuaresma. La conversión y el ser hombre nuevo no involucran apenas la decencia, sino que el hombre por entero. Pablo mismo tenía una vida decente, pero sin embargo pasó por el proceso de conversión para ser libre del pecado que lo oprimía. El hijo menor del domingo pasado no pensó en tener nuevamente una vida decente, sino que volvió renovado a tal punto que no se consideraba hijo. La conversión implica cambiar la vida, no volver más por el mismo camino y ser libre del antiguo pecado lo mismo; es renacer de nuevo, pero de esta vez en el agua y en el espíritu, en la gracia de Dios. Es dejar que Dios establezca para nosotros una nueva escala de valores donde el centro está en un crucificado por amor.
En este mismo sentido nos encontramos delante de la situación de la pecadora sorprendida en adulterio. ¿Y quiénes la tren? Los fariseos y los escribas. Los más viejos de la comunidad, los “justos” (Evang.). Esta mujer ya no tenía nada a perder, excepto la vida. Su vida ya estaba a punto de ser quitada por estos “justos” que tenían las piedras en sus manos para atacarla. Quieren hacer una trampa a Jesús, le pregunta cuál es su opinión, alegando lo que está en la ley. Recordemos que Jesús era visto como un infractor. Jesús les contesta no con una prédica, sino haciéndoles ver sus vidas: “El que no tiene pecado que arroje la primera piedra” y todos se fueron comenzando por los más grandes. ¿Qué podemos pensar de eso? Conocí a un sacerdote que decía que no querría vivir mucho, porque cuanto más se vive, más se puede pecar. Estos fariseos y escribas se dieron cuenta que también pasan por situaciones así, tal vez más de uno de ellos ya estuvo con esa mujer en el oculto. Ellos sabían en su interior qué pecados han cometido contra Dios. Jesús pone delante de ellos un espejo, donde se refleja el corazón. No somos jueces, no estamos en condiciones de juzgar a nadie. Tal vez ellos no cambiaron nada. Volvieron e intentaron tener una vida decente. En cambio, la mujer no. Jesús no le dice: “ándate y cuídate para que no te vean”, sino “nadie te condenó, yo tampoco te condeno. Ahora ve y no peques más”. Ahí está el cambio de la mujer. Jesús la libera del pecado antiguo y le propone una nueva vida: “ahora ve y no peques más”.
Los evangelios no dejan muy claro, pero hay una corriente de teólogos y es la que sigo yo, que dice que esta misma mujer es la que fue a la casa del fariseo y lavó los pies de Jesús con lágrimas y perfume y los secó con sus cabellos; es la misma mujer que pasa a ser discípula y escucha la palabra del Maestro mientras su hermana está preocupada por los quehaceres (Marta), es la misma María Magdalena que está junto a María, Madre de Jesús, al pie de la cruz. Es coherente, porque el encuentro de Jesús con esta mujer le cambia la vida y como dice San Pablo: olvidándome del pasado, corro al encuentro de Cristo.
Somos llamados nosotros a encontrarnos con Cristo no para volver a tener una vida decente sino para permitir que él cambie nuestra vida, que seamos renovados, que podamos nacer de nuevo. La conversión es un proceso arduo y doloroso, pero su fin es la victoria en Cristo.
En esta misma línea de pensamiento nos encontramos con Pablo que con su experiencia de hombre fiel a la ley, se percibe que también está aferrado al pasado, cometiendo farisaísmo. Recordemos que Pablo, por celo a las leyes del Señor era perseguidor de los cristianos. El encuentro con el Cristo vivo lo hizo caer por tierra, es decir, salir de su autosuficiencia, de su orgullo y soberbia. Lo hace percibir que la justificación viene de Dios y no sólo de las obras, por más buenas que sean. Pablo está en prisión y su reflexión tiene un doble tono, un doble sentido: “Olvidándome del camino recorrido, me lanzo hacia adelante y corro en dirección a la meta, para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús”. El primer sentido es que Pablo se acerca a la muerte, por eso corre en dirección a la meta, pero para eso ha sacrificado todo, es decir ha dejado todo lo suyo para vivir lo de Cristo. Es el mismo Pablo que va a decir: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. El segundo sentido es que el encuentro con Cristo lo hizo nuevo, le fue dada una vez más la dignidad de hijo (domingo anterior) y ya no sirve está añorando al pasado, ya no sirve recordar el pasado, porque todo eso fue borrado por Dios. Pablo nos dice que no nos sirve recordar el camino recorrido, si fue triste, si fue alegre, si hubo sufrimiento o no, si cansador o no, si había piedras o no, si con pecados o no, lo más importante es que delante de nuestros ojos está Cristo con sus brazos abiertos para recibirnos y hacernos nuevas creaturas. Queda atrás una vida de fariseo, que Pablo la considera como un desperdicio y corre ahora, semejante a un atleta, para alcanzar a Cristo, ya que él fue alcanzado primero por su gracia.
Es muy evidente que para Pablo la conversión y el ser libre del antiguo pecado no es un mero volver a tener una vida decente, que de pasada es el buen propósito de muchos cristianos para la cuaresma. La conversión y el ser hombre nuevo no involucran apenas la decencia, sino que el hombre por entero. Pablo mismo tenía una vida decente, pero sin embargo pasó por el proceso de conversión para ser libre del pecado que lo oprimía. El hijo menor del domingo pasado no pensó en tener nuevamente una vida decente, sino que volvió renovado a tal punto que no se consideraba hijo. La conversión implica cambiar la vida, no volver más por el mismo camino y ser libre del antiguo pecado lo mismo; es renacer de nuevo, pero de esta vez en el agua y en el espíritu, en la gracia de Dios. Es dejar que Dios establezca para nosotros una nueva escala de valores donde el centro está en un crucificado por amor.
En este mismo sentido nos encontramos delante de la situación de la pecadora sorprendida en adulterio. ¿Y quiénes la tren? Los fariseos y los escribas. Los más viejos de la comunidad, los “justos” (Evang.). Esta mujer ya no tenía nada a perder, excepto la vida. Su vida ya estaba a punto de ser quitada por estos “justos” que tenían las piedras en sus manos para atacarla. Quieren hacer una trampa a Jesús, le pregunta cuál es su opinión, alegando lo que está en la ley. Recordemos que Jesús era visto como un infractor. Jesús les contesta no con una prédica, sino haciéndoles ver sus vidas: “El que no tiene pecado que arroje la primera piedra” y todos se fueron comenzando por los más grandes. ¿Qué podemos pensar de eso? Conocí a un sacerdote que decía que no querría vivir mucho, porque cuanto más se vive, más se puede pecar. Estos fariseos y escribas se dieron cuenta que también pasan por situaciones así, tal vez más de uno de ellos ya estuvo con esa mujer en el oculto. Ellos sabían en su interior qué pecados han cometido contra Dios. Jesús pone delante de ellos un espejo, donde se refleja el corazón. No somos jueces, no estamos en condiciones de juzgar a nadie. Tal vez ellos no cambiaron nada. Volvieron e intentaron tener una vida decente. En cambio, la mujer no. Jesús no le dice: “ándate y cuídate para que no te vean”, sino “nadie te condenó, yo tampoco te condeno. Ahora ve y no peques más”. Ahí está el cambio de la mujer. Jesús la libera del pecado antiguo y le propone una nueva vida: “ahora ve y no peques más”.
Los evangelios no dejan muy claro, pero hay una corriente de teólogos y es la que sigo yo, que dice que esta misma mujer es la que fue a la casa del fariseo y lavó los pies de Jesús con lágrimas y perfume y los secó con sus cabellos; es la misma mujer que pasa a ser discípula y escucha la palabra del Maestro mientras su hermana está preocupada por los quehaceres (Marta), es la misma María Magdalena que está junto a María, Madre de Jesús, al pie de la cruz. Es coherente, porque el encuentro de Jesús con esta mujer le cambia la vida y como dice San Pablo: olvidándome del pasado, corro al encuentro de Cristo.
Somos llamados nosotros a encontrarnos con Cristo no para volver a tener una vida decente sino para permitir que él cambie nuestra vida, que seamos renovados, que podamos nacer de nuevo. La conversión es un proceso arduo y doloroso, pero su fin es la victoria en Cristo.
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