Los laicos, en los diversos modos de organizarnos en comunidad para vivir nuestra vocación divina, somos la Iglesia. ¿Para qué, cabe preguntar, al finalizar este capítulo, se precisa la jerarquía? “Los ministros - dice el concilio - que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin” (LG 18). Es decir, la jerarquía existe en función de los laicos, y no viceversa. O, en las palabras sencillas de Karl Rahner: “Hay clero, porque hay laicos.” (15) Es al servicio de los laicos que los ordenados encuentran su razón de ser en la Iglesia. Y no entiéndase servicio como una manera eufémica de denominar el poder y el dominio. Los padres del concilio insisten que el servicio de la jerarquía debe modelarse según el servicio del que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28, cf. LG 32). El Catecismo de la Iglesia Católica lo pone de la siguiente forma: “el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos” (CatIC 1547). El crecimiento de la fe, de la esperanza y del amor de los cristianos es la meta del servicio de los ordenados. Quiere decir: Si los laicos somos la Iglesia, el clero existe para extender nuestras facultades de serlo (16).
Este es el sentido que el concilio quiso dar al ministerio jerárquico en la Iglesia Católica. Peter Henrici, en sus recuerdos de los años del concilio, escribe cómo una vez una frase benévola sobre los laicos lo enfadó. Al escuchar que “los laicos también son de la Iglesia”, reaccionó: “No, ellos son la Iglesia, y el clero existe para los laicos.” (17) Algo parecido se encuentra en una obra de Karl Rahner, de los años del posconcilio, en la que en cierta parte compara la Iglesia con un club de ajedrez. Es cierto, dice Rahner, que en este club se necesitan un presidente, un secretario y un tesorero. Pero quizás ellos no son los mejores jugadores. La mesa directiva existe, para que los que mejor saben jugar ajedrez puedan formar un buen equipo y ganar. De la misma manera, en la Iglesia se necesita la jerarquía, para que las personas de carisma y de Espíritu, que no necesariamente son los jerarcas, puedan ejercer la fe, la esperanza y el amor (18)
Una Iglesia que sirve
Si el clero existe para servir a los laicos, ¿para qué sirven los laicos? He aquí una de las cuestiones esenciales para el análisis de la recepción del Concilio Vaticano II: ¿Para qué sirve la Iglesia? Ella es, para algunos, el medio para que las personas que le pertenecen se salven de una manera sobrenatural. Para otros, la Iglesia es, a través de una sacramentalidad misteriosa, la presencia de lo divino en lo temporal. El concilio, sin embargo, dice que la Iglesia es parte de la humanidad (GS 1), testigo de la voluntad salvífica de Dios hacia cada ser humano (GS 10) y que tiene la tarea de “descubrir al hombre el sentido de la propia existencia” (GS 41) colaborando con todas las personas, aun los no bautizados, en una única meta común: “el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad” (GS 45). Es una meta que está situada fuera de la Iglesia. Ella no tiene la tarea de motivar a toda la humanidad a formar parte de ella misma, entrando por el bautismo, sino debe ayudar en la ardua tarea humana de la salvación, en lo político, social y religioso, de todos, actuando “como fermento y como alma de la sociedad” (GS 40). Es una Iglesia “en servicio de todos” (GS 43).
Por esto, Jacques Gaillot pudo decir que “una Iglesia que no sirve, no sirve para nada” (19). Ella existe para servir, es su razón de ser que pueda servir a la humanidad entera caminando hacia la liberación y luchando por ella. Con razón el Concilio Vaticano II publicó dos constituciones sobre la Iglesia (20). Después de que el Papa Juan XXIII haya pronunciado su discurso inaugural reclamando un “salto adelante”, y después de ver que las comisiones hayan preparado documentos que trataban de saltar hacia el pasado, ante todo el esquema acerca de la revelación, el cardenal Joseph-Leon Suenens, de Bélgica, propuso, a instancias de Juan XXIII, un nuevo plan para el concilio en el que explicó que la Iglesia debería contestar la pregunta acerca de si misma y también la pregunta acerca del mundo. Las dos constituciones demuestran que las dos preguntas no son asuntos separados. En Lumen Gentium, el concilio explica que la Iglesia es el “sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1), es decir, que la identidad de la Iglesia ad intra se explica a través de sus relaciones ad extra. Y al finalizar el concilio, en la constitución Gaudium et Spes, el concilio afirma de la Iglesia: “Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.” (GS 1) En esta constitución explican los padres del concilio, que las relaciones de la Iglesia con la humanidad - ad extra - son la realización perfecta de su vocación divina, la razón de su ser ad intra (21).
El término que mejor refleja la interrelación entre las constituciones interior y exterior de la Iglesia es el de la evangelización. Ya en el concilio se dice que “esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo, pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo.” (LG 35) La evangelización es la actividad de la Iglesia a través de la que ella pueda unir su ser ad intra y su existencia ad extra. Es en el diálogo evangelizador que ella existe, y solamente anunciando proféticamente la Buena Nueva y realizándola en colaboración con toda la humanidad que ella puede responder a la vocación divina que recibió. Por esto, la Iglesia sirve para la evangelización, y existe tan solo en función de ella.
Es importante notar que la evangelización no es un proceso informativo desde dentro de la Iglesia hacia fuera. El anuncio y la realización de la Palabra “adquiere una nota específica” en cada circunstancia humana, como dice el texto citado, no por el hecho de que sea revestido superficialmente con unas formas exteriores más adaptadas al contexto, sino porque - a ejemplo del Verbo - debe hacerse carne en cada época y en cada situación humanas. La evangelización es fruto del diálogo y éste es su más importante metodología. La Iglesia debe “escrutar a fondo los signos de los tiempos” (GS 4) para entender cuáles son los desafíos de Dios en cada momento, expresados en las necesidades, temores, esperanzas y gozos de la humanidad (cf. GS 1). La Iglesia de la evangelización es, por esto, no el tesoro de unas verdades eternas que se pueden aplicar a lo largo de la historia humana, ni una computadora que puede producir las respuestas a todas las preguntas de la humanidad, sino una compañera de diálogo en un camino conjunto.
En el proceso de la evangelización, la Iglesia desea compartir su propia riqueza espiritual con la humanidad, para contribuir a un diálogo de todas las personas “de buena voluntad” (GS 22 y 52) que buscan el bien de la humanidad. Las palabras de Jesús, las experiencias de Dios de las personas de la Biblia, el testimonio de mujeres y hombres santos, la fe, la esperanza y el amor de innumerables cristianos y cristianas a través de los tiempos, son valores importantes para la construcción de otro mundo posible. Pero no son los únicos. La Iglesia, escrutando los signos de los tiempos, escuchará también las contribuciones al diálogo de parte de las otras religiones, de los ateos, de los científicos, de las organizaciones populares, del pueblo no organizado y de todas las personas humanas - y se enriquecerá con ellas, porque descubrirá en estas contribuciones humanas las palabras de Dios reveladas en estos tiempos a la Iglesia, y a toda la humanidad, con el fin de un nuevo cielo, y una nueva tierra.
Por esto dice el concilio, a propósito de la paz, que ésta “no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual” (GS 78). O sea, que las riquezas intelectuales y espirituales deben ser compartidas de la misma manera como las riquezas materiales, porque son propiedad de todos los seres humanos. Por ello, la riqueza espiritual de la Iglesia, la memoria de la buena nueva de Jesús, debe ser compartido con todos, en un diálogo fraterno, con el fin de favorecer a la humanidad entera, y a cada uno y cada una dentro de ella. De esta manera, se puede llegar a lo que el Papa Pablo VI llamó “el verdadero desarrollo, que es el paso, para todos y cada uno, de unas condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas (PP 20)” La metodología del diálogo y el objetivo de la liberación constituyen el sentido que el concilio da a la evangelización.
Notas
(15) Karl Rahner, Sakramentale Grundlegung, op. cit. 345.
(16) Esteban Silber: Quiénes son los laicos. Un curso de formación para cristianos de base [ed. por el Departamento de Laicos de la Conferencia Episcopal de Bolivia], La Paz 2002, 12-15.
(17) Peter Henrici: Das Heranreifen des Konzils in der Vorkonzilstheologie, en: Günther Wassilowsky (ed.): Zweites Vatikanum - vergessene Anstöße, gegenwärtige Fortschreibungen (QD 207) Freiburg: Herder 2004, 55-70, aquí 67.
(18) Karl Rahner: Strukturwandel der Kirche als Aufgabe und Chance. Freiburg: Herder 1972, 61.
(19) Jacques Gaillot: Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada, Santander: Sal Terrae, 3ª ed. 1995
(20) Elmar Klinger: El concilio como tarea dogmática. El nuevo concepto general de la fe, en: Salmanticensis 35 (1988), 63-75
(21) cf. Klinger, Pobreza, op.cit.
(22) Para la coherencia entre la enseñanza del concilio y la Teología de la Liberación, véase Juan Luis Segundo: Teología de la liberación. Respuesta al Cardenal Ratzinger, Madrid: Ediciones Cristiandad 1985; Klinger: Pobreza, op.cit.
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