Madre, una gracia te pido, 
que me sanes en cuerpo y alma.

viernes, 2 de abril de 2010

AMAR HASTA EL EXTREMO

“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lc 23, 46)



Seguramente todos ustedes se pueden dar una idea de lo que significa la muerte en Cruz. La cruz la tomaron los romanos de alguno de los pueblos dominados, quizás de los fenicios. Pero el que inventó la cruz, inventó un modo de morir horrible, porque hasta ese momento, no se había logrado una manera de morir lentamente y hacer sufrir a la víctima mientras se va muriendo. La tortura de la muerte en cruz es algo terrible.

Una de las grandes razones que tuvo Jesús para morir en la cruz fue la de hacer posible que todos, absolutamente todos, pudiéramos sentirnos acompañados por Él en nuestros dolores y en nuestra propia muerte. El hombre que haya llevado la peor vida y que muere en la más terrible soledad si tiene un crucifijo adelante en un momento de lucidez puede decir: "Este sufrió más que yo".

A los que se descubren semejantes a Él y aceptan compartir su suerte, Él se convierte, para el mudo, en la palabra; para quien no sabe, en la respuesta; para el ciego, en la luz; para el sordo, en la voz; para el cansado, en el descanso; para el desesperado, en la esperanza; para el inquieto, en la paz. Con Él, las personas se transforman y lo absurdo del dolor adquiere sentido.

El problema de la vida humana es el dolor. Cualquier tipo de dolor, por más terrible que sea, sabemos que Jesús lo ha hecho suyo y transforma en amor.

El tema del sufrimiento nos dice algo a todos: a los mayores porque la vida nos ha dado la oportunidad de pasar por circunstancias difíciles y sentimos en nuestro cuerpo el paso del tiempo y con él, la proximidad del fin de nuestra vida aquí. Los jóvenes ven siempre lejana la muerte pero eso no quiere decir que no tengan sufrimientos. Todos los jóvenes saben lo que significa el dolor de un amor no correspondido, las cruces que hay que sobrellevar para abrirse camino en la vida, el sufrimiento de una timidez que no se supera, de una humillación que se recibe, de alguien que nos pisó la cabeza y consiguió el trabajo al que nosotros aspirábamos, el dolor de la fealdad física o el de la incomunicación en la familia, o el de la soledad que es uno de los más terribles dolores que se puede padecer.

En Jesús tenemos a alguien que es capaz de conocer todos los dolores y compadecerse de cada uno de nosotros, sea cual sea nuestro dolor. Este que muere en la cruz fue humillado, fue degradado moralmente, tratado como loco, castigado físicamente y sobre todo padeció el desprecio de todos los que lo rodeaban, el desprecio de los que fueron sus enemigos y la soledad y el abandono de sus amigos.

La muerte de Jesús sigue siendo hoy el único consuelo para tantos hombres y mujeres excluidos de la sociedad. A pesar de los avances científicos y tecnológicos, los hombres no hemos podido encontrar los caminos para lograr sociedades más justas. Todas esas masas pueden ver en la Cruz de Jesús la expresión de sus propios dolores. Sus palabras en la cruz adquieren hoy la dimensión profética de interpretar el grito de tantos excluidos que claman por mayor amor y justicia.

La cruz de Jesús es consuelo para los afligidos, pero también sigue siendo un grito de advertencia para llamar la atención de las sociedades opulentas e injustas. El clamor del Jesús doliente es hoy representativo del clamor de los pobres y marginados que nos interpelan.

La cruz del Señor nos ayuda a sobrellevar nuestras propias cruces. Nos recuerda que siempre el dolor aparecerá en nuestras vidas y necesitamos integrarlo como un aspecto fundamental de nuestra existencia. Nos da también lucidez y fortaleza para acompañar a quienes llevan cruces mayores que las nuestras.

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