Ya que se acerca la fecha de las primeras comuniones en nuestra Parroquia resolvimos publicar esta experiencia de Sergio Zalba. Es una visión popular del misterio de la Eucaristía y nos ayudará a reflexionar sobre nuestras actitudes frente a este misterio de amor y qué conciencia tenemos y transmitimos a nuestros catecúmenos e hijos.
Fuente: Revista Pastoral N° 258 - Marzo / Abril de 2006
Hace unos días participé en la misa de primeras comuniones en una pequeña parroquia del Gran Buenos Aires. El templo, nacido como la capilla del barrio, es tan bonito como menudo. Los domingos habituales le sobra espacio, pero ese día, estaba repleto y con varias personas afuera.
Se respiraba un clima de verdadera fiesta, como el que suele vivirse en estas ocasiones. Los chicos expectantes, las catequistas nerviosas y atentas a que todo salga como estaba previsto, y los padres, familiares y amigos de los catecúmenos viviendo esta tensa alegría que suelen despertar los momentos más importantes de la vida de los chicos, esos momentos que se constituyen en signo de que están creciendo.
Todo uy lindo, muy agradable, muy festivo... hasta que llegó la homilía. El párroco se despachó diciendo más o menos así: "Espero que con ustedes no ocurra lo mismo que con la mayoría de los niños que después de la primera comunión nunca más vienen a misa. Porque esto es lo que siempre pasa - insistió -: son muchos los que vienen a tomar la primera comunión, algunos después vienen a casarse y más tarde a bautizar a sus hijos... pero a misa no vienen más. Por eso les digo a ustedes que si el próximo domingo y los domingos sucesivos no vienen a misa, esta primera comunión que hoy van a recibir, no les sirve para nada".
No se anduvo con sutilezas. Y aunque el tono campechano de su discurso logró que las palabras no sonaran demasiado hirientes, dejó en claro algunas cuestiones. En primer lugar, que los dos años de catequesis familiar que habían hecho esos chicos, no tenían valor en sí mismos y que estaban atados a su continuidad en el cumplimiento preceptual. En segundo lugar, que si los chicos y sus familias no volvían a misa, era pura y exclusiva responsabilidad de ellos; ni él ni los catequistas ni nada que tuviera que ver con la estructura eclesial tenían parte en el asunto. Y finalmente, tal vez lo más importante, dejó al descubierto su incomprensión del sentido hondamente humano-religioso y particularmente grutuito de esta fiesta, para teñirla con el color de la culpa y del deber. Sin quererlo, naturalmente, se convirtió - según intuyo - en promotor de su objeto de crítica: serán muy pocos los chicos que sigan participando en las celebraciones eucarísticas.
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