Identidad católica
Para lograr esto, es fundamental que el católico conozca su identidad y no se deje desviar hacia aspectos marginales al enfrentar el problema religioso (ministros indignos, incumplimiento de parte de muchos feligreses, etc.). Es importante aclarar que una cosa es el aspecto esencial (dogmático) y otra cosa es el aspecto pastoral; una cosa es el contenido y otra cosa es la envoltura. Ahora bien, la Iglesia Católica es aquella única Iglesia que fundó Cristo y llegará hasta el fin del mundo, aunque en el momento actual tenga problemas de tipo pastoral, al tratar de adecuar su aparato ministerial a los tiempo actuales.
Como es fácil notar, se trata de aspectos secundarios, cambiantes según las circunstancias de tiempo y lugar; no se trata de algo esencial. Por lo tanto, es incorrecto dejarse llevar por estos nuevos grupos religiosos, porque cantan bien, entusiasman a la gente, usan mucha psicología, saben utilizar los medios masivos de comunicación, ayudan económicamente a la gente, etc.
No hay que pensar en la religión como en un mercado, donde cada uno puede escoger el producto que más le agrade. Más que fijarse en el aspecto exterior, hay que ir al fondo de las cosas, para no tener después desagradables sorpresas, como a menudo está sucediendo con las sectas.
La experiencia enseña que donde la gente conoce la diferencia entre la Iglesia Católica (la que fundó Cristo) y las sectas (grupos particulares, fundados por hombres), difícilmente un católico se deja confundir. Por lo tanto, es urgente que todos los católicos conozcan esta realidad y se sientan orgullosos de pertenecer a la única Iglesia que fundó Cristo.
Aquí no se trata de triunfalismo, sino de amor a la verdad, una verdad que hay que conocer y proclamar frente a todos, sin ningún tipo de complejos, sino con un espíritu de profundo agradecimiento al Señor por ser objetos de una lección libre y soberana de su parte. En esto precisamente tiene que consistir nuestra más profunda satisfacción y seguridad como nuestra entrega personal, nuestros cantos, el don de lenguas o de curación.
El club de los fariseos
Poner el acento sobre estos aspectos individuales y marginales, olvidando los aspectos esencialmente eclesiales, desvía al creyente hacia posiciones equivocadas, al estilo de los fariseos: «Gracias, Señor, porque no soy como los demás» (Lc 18, 11). En esta perspectiva, ya no importa conocer el origen de tal o cual grupo religioso, su ideología y los valores que proclama, sino la entrega del corazón y el testimonio de vida en aspectos puramente exteriores y sin una verdadera trascendencia: no tomar, no fumar, no comer carne de cerdo, pagar puntualmente el diezmo, desmayarse durante la oración, etc.
Se empieza con flirtear con los hermanos «entregados» de otros grupos religiosos, tratando de imitar sus modales, su manera de vestir y hablar y sintiéndose incómodos con los católicos «que no cumplen», «los del montón», «los ignorantes», «alejados de Dios», que son la mayoría. Para dar el toque definitivo a este esfuerzo imitativo, se llega hasta utilizar una biblia «evangélica», leer su literatura y usar un tono de voz «americanizado». El elogio máximo que se pueda hacer a este tipo de católico es confundirlo con un «evangélico». «Ah no, te contestará; soy católico, pero estudio la biblia, me llevo muy bien con los evangélicos y no estoy de acuerdo con muchas cosas que se hacen en la Iglesia Católica». Ay de ti, si se te ocurre decir algo desfavorable con relación a los que dejan la Iglesia para entrar en alguna secta. Pronto se exalta: «Yo conozco a gente excelente, que se encuentra en otras denominaciones religiosas».
Y con esa mentalidad, no hacen nada para profundizar los fundamentos de la Iglesia Católica, felices de sentirse parecidos a los «evangélicos», «entregados a Dios» y «abiertos hacia los hermanos». A veces llegan hasta formar «comunidades ecuménicas», espontáneas, sin la asesoría de alguien preparado bíblica y teológicamente. Y entonces el flirteo se vuelve amorío, noviazgo y matrimonio, aceptando todo lo que el nuevo líder «inspirado» enseña, como si fuera la voz de Dios y se consideran como definitivas las experiencias espirituales propias y del grupo. Y surge la nueva secta.
A este punto, se acaba el fervor ecuménico y empieza el proselitismo, el ansia de dar a conocer a todos el nuevo descubrimiento, el nuevo Cristo que se predica solamente en la nueva Iglesia recién estrenada. Y así el «club de los fariseos», preocupado por las apariencias y no por la esencia de las cosas, sigue engendrando divisiones, pasando, sin darse cuenta, de la apertura al fanatismo, del diálogo al monólogo y de la libertad a la esclavitud.
Para lograr esto, es fundamental que el católico conozca su identidad y no se deje desviar hacia aspectos marginales al enfrentar el problema religioso (ministros indignos, incumplimiento de parte de muchos feligreses, etc.). Es importante aclarar que una cosa es el aspecto esencial (dogmático) y otra cosa es el aspecto pastoral; una cosa es el contenido y otra cosa es la envoltura. Ahora bien, la Iglesia Católica es aquella única Iglesia que fundó Cristo y llegará hasta el fin del mundo, aunque en el momento actual tenga problemas de tipo pastoral, al tratar de adecuar su aparato ministerial a los tiempo actuales.
Como es fácil notar, se trata de aspectos secundarios, cambiantes según las circunstancias de tiempo y lugar; no se trata de algo esencial. Por lo tanto, es incorrecto dejarse llevar por estos nuevos grupos religiosos, porque cantan bien, entusiasman a la gente, usan mucha psicología, saben utilizar los medios masivos de comunicación, ayudan económicamente a la gente, etc.
No hay que pensar en la religión como en un mercado, donde cada uno puede escoger el producto que más le agrade. Más que fijarse en el aspecto exterior, hay que ir al fondo de las cosas, para no tener después desagradables sorpresas, como a menudo está sucediendo con las sectas.
La experiencia enseña que donde la gente conoce la diferencia entre la Iglesia Católica (la que fundó Cristo) y las sectas (grupos particulares, fundados por hombres), difícilmente un católico se deja confundir. Por lo tanto, es urgente que todos los católicos conozcan esta realidad y se sientan orgullosos de pertenecer a la única Iglesia que fundó Cristo.
Aquí no se trata de triunfalismo, sino de amor a la verdad, una verdad que hay que conocer y proclamar frente a todos, sin ningún tipo de complejos, sino con un espíritu de profundo agradecimiento al Señor por ser objetos de una lección libre y soberana de su parte. En esto precisamente tiene que consistir nuestra más profunda satisfacción y seguridad como nuestra entrega personal, nuestros cantos, el don de lenguas o de curación.
El club de los fariseos
Poner el acento sobre estos aspectos individuales y marginales, olvidando los aspectos esencialmente eclesiales, desvía al creyente hacia posiciones equivocadas, al estilo de los fariseos: «Gracias, Señor, porque no soy como los demás» (Lc 18, 11). En esta perspectiva, ya no importa conocer el origen de tal o cual grupo religioso, su ideología y los valores que proclama, sino la entrega del corazón y el testimonio de vida en aspectos puramente exteriores y sin una verdadera trascendencia: no tomar, no fumar, no comer carne de cerdo, pagar puntualmente el diezmo, desmayarse durante la oración, etc.
Se empieza con flirtear con los hermanos «entregados» de otros grupos religiosos, tratando de imitar sus modales, su manera de vestir y hablar y sintiéndose incómodos con los católicos «que no cumplen», «los del montón», «los ignorantes», «alejados de Dios», que son la mayoría. Para dar el toque definitivo a este esfuerzo imitativo, se llega hasta utilizar una biblia «evangélica», leer su literatura y usar un tono de voz «americanizado». El elogio máximo que se pueda hacer a este tipo de católico es confundirlo con un «evangélico». «Ah no, te contestará; soy católico, pero estudio la biblia, me llevo muy bien con los evangélicos y no estoy de acuerdo con muchas cosas que se hacen en la Iglesia Católica». Ay de ti, si se te ocurre decir algo desfavorable con relación a los que dejan la Iglesia para entrar en alguna secta. Pronto se exalta: «Yo conozco a gente excelente, que se encuentra en otras denominaciones religiosas».
Y con esa mentalidad, no hacen nada para profundizar los fundamentos de la Iglesia Católica, felices de sentirse parecidos a los «evangélicos», «entregados a Dios» y «abiertos hacia los hermanos». A veces llegan hasta formar «comunidades ecuménicas», espontáneas, sin la asesoría de alguien preparado bíblica y teológicamente. Y entonces el flirteo se vuelve amorío, noviazgo y matrimonio, aceptando todo lo que el nuevo líder «inspirado» enseña, como si fuera la voz de Dios y se consideran como definitivas las experiencias espirituales propias y del grupo. Y surge la nueva secta.
A este punto, se acaba el fervor ecuménico y empieza el proselitismo, el ansia de dar a conocer a todos el nuevo descubrimiento, el nuevo Cristo que se predica solamente en la nueva Iglesia recién estrenada. Y así el «club de los fariseos», preocupado por las apariencias y no por la esencia de las cosas, sigue engendrando divisiones, pasando, sin darse cuenta, de la apertura al fanatismo, del diálogo al monólogo y de la libertad a la esclavitud.
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