Madre, una gracia te pido, 
que me sanes en cuerpo y alma.

lunes, 10 de mayo de 2010

Vivir la fe cristiana

Autor: P. Flaviano Amatulli Valente
Vaticano II y sectas

Sencillamente el tema de las sectas no estuvo presente en el Vaticano II. Su preocupación fundamental fue el diálogo con las demás iglesias históricas con miras a favorecer la unidad, y el diálogo con las demás religiones y movimientos culturales, buscando la forma de colaborar con todos, para sanar heridas, sembrar esperanzas y construir una sociedad más solidaria y fraternal en un plan de igualdad, sin pretender privilegios, sino con el único afán de servir, a imitación del Maestro, que no vino a ser servido sino para servir (Mt 20,28).

Sin duda, se trató de una grande tarea que exigió mucho esfuerzo y mucha entrega. Pero al mismo tiempo hubo una cierta euforia por el nuevo tipo de Iglesia que estaba naciendo, euforia aunada a una buena dosis de ingenuidad, que impidió ver la realidad en toda su amplitud.

En efecto, al tiempo del Vaticano II, ya existían las sectas y ya estaban procurando algún daño a los fieles católicos, especialmente en América Latina. Pero de eso no se habló en el Concilio. ¿Por qué? ¿Por un cierto complejo de inferioridad de parte de los obispos de América Latina? ¿Acaso no quisieron dar la impresión de ser unos aguafiestas en el conjunto de la euforia general?

Ciertamente algo faltó con relación al problema de las sectas, y es conveniente apuntar esto con toda claridad. Y esa falta causó grandes daños a la Iglesia del postconcilio, especialmente en América Latina. En realidad, aunque muchos se iban dando cuenta del problema representado por las sectas, de todos modos se aguantaron y no hicieron anda para enfrentarlo, por miedo a meterse en contra del Concilio o la Santa Sede. Cuando desde arriba empezaron a llegar señales de movilización, era ya demasiado tarde. Las sectas ya habían cundido en todos los ambientes.


La contra misión al ataque

Otro dato importante; mientras la Iglesia Católica bajaba la guardia y se abría hacia todos, se desató la Contra Misión oriental (hinduismo y budismo), musulmana y cristiana (las sectas), con un ansia proselitista incontenible y muchas veces ligada también a intereses de tipo político.

Frente a esta agresión inesperada, el católico de la calle quedó completamente indefenso y acomplejado, incapaz de realizar un verdadero diálogo, como se le venía inculcando desde arriba. Trató de abrirse y sucumbió.


Ecumenismo y diálogo interreligioso: una receta inadecuada

Al sobrevenir la enfermedad de las sectas, se quiso utilizar la receta del ecumenismo y el diálogo interreligioso para hacerle frente y no funcionó. El enfermo, en lugar de mejorar se agravó mas. Es que la receta no era para el caso. Consecuencia: comunidades, que algunos decenios antes eran completamente católicas, cambiaron de rostro, interiormente desgarradas por la presencia de una enorme cantidad de sectas de origen y doctrinas muy variadas.

No obstante este fracaso evidente, muchos se obstinan en vez de oponerse a cualquier tipo de apologética. ¿Por qué? ¿Tal vez sueñan en una superiglesia, en la que todos tengan igual derecho de ciudadanía, considerando ya muerta y enterrada para siempre aquella única Iglesia que fundó Cristo y que confió a Pedro y los apóstoles? ¿O sueñan en un «milagroso» regreso a la sociedad monolítica del pasado, sin el actual problema de los grupos religiosos alternativos? ¿O implícitamente se reconocen incapaces de evangelizar a los alejados, que constituyen la gran mayoría del pueblo católico, dejando a las sectas esta tarea, convencidos de que los que se salen algún día de todos modos regresarán a la unidad, bien convertidos y en actitud fraternal?

Sin duda, en la Iglesia Católica muchos han entendido mal el ecumenismo y el diálogo interreligioso, como si todo fuera lo mismo (ecumenismo: todo lo mismo). Para ellos, en el fondo ser católico, ortodoxo, luterano, anglicano o pentecostal, sería lo mismo. Se oye decir: «Los evangélicos ¿no son reconocidos por la Iglesia?», como si el hecho de encontrarse en un diálogo ecuménico con la Iglesia representara para ellos un certificado de buena conducta o licitud, que los pusiera en plan de igualdad con la misma Iglesia. Con relación a los testigos de Jehová, los mormones y algún otro grupo, habría cierta reserva por el problema del bautismo o la santísima Trinidad.

En esta línea de pensamiento, se enfatizó demasiado el valor de las «semillas del Verbo» y el «Verbo en plenitud», el Reino de Dios y la Iglesia. Según ellos, todo sería cuestión de sinceridad, como si la sinceridad en la opción religiosa fuera el único signo de autenticidad, sin dar la debida importancia a la búsqueda de la verdad, como marca claramente el documento conciliar Dignitatis Humanae, dedicado al tema de la libertad de conciencia.

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