Carta Pastoral del Obispo Mark A. Pivarunas, CMRI
Al comenzar la novena anual en honor del Espíritu Santo, en preparación para la fieta de Pentecostés, debemos recordarnos del importante papel que el Espíritu Divino, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, cumple dentro de la Iglesia Católica, el Cuerpo Místico de Cristo, y también de la gran necesidad que cada miembro individual de la Iglesia tiene de su divina asistencia. Tan importante es el rol del Espíritu Santo dentro de la Iglesia que cuando se formuló el Credo de los Apóstoles, se determinó colocar el artículo de fe:
“Creo en el Espíritu Santo”
enseguida del artículo,
“la Santa Iglesia Católica”,
a fin de recalcar la relación del Espíritu Santo con la verdadera Iglesia de Cristo. En esta carta pastoral, consideremos brevemente la divina asistencia del Espíritu Santo dentro de la Iglesia Católica en general y también en particular, i.e., en cada miembro individuo de la Iglesia. Que estas consideraciones los pueda mover a una mayor devoción hacia el Espíritu Santo y nos inspire a rezar esta novena fervientemente.
Antes que nada, cuando Nuestro Señor y Salvador Jesucristo estableció su Iglesia, prometió a sus Apóstoles que enviaría a otro Consolador, a quien llamó el Espíritu de Verdad. Leemos en el Evangelio de San Juan:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de Verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce” (Jn. 14:16).
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14:26).
“Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de Verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Juan 15:26).
“Os conviene que yo me vaya; porque si nome fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. 16:7).
“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (Jn. 16:13).
A partir de estas referencias bíblicas, podemos claramente ver la asistencia divina que el Espíritu Santo proporcionada a los Apóstoles — ayudarles a enseñar las verdades divinamente reveladas por el Hijo de Dios, Jesucristo. Notemos en particular las palabras de Cristo citadas arriba:
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14:26).
Estas palabras son similares a las palabras de Cristo a sus Apóstoles:
“Por tanto, id, enseñad a todas las naciones... a guardar todas las cosas que os he mandado” (Mt. 28:19)
“Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:16).
Los Apóstoles, después del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés, cumplieron esta orden de Cristo y predicaron el evangelio a todas las naciones. De sus enseñanzas hemos recibido lo que se conoce como el Depósito de Fe, i.e., todo lo que ha sido revelado por Dios. El Depósito de Fe se compone de la Sagrada Escritura y de la Sagrada Tradición. Después de la muerte de los Apóstoles, la Revelación Divina había sido completada y Dios ya no reveló nada destinado a la humanidad entera.
Pero no pensemos que la divina asistencia del Espíritu Santo se limitó únicamente a los Apóstoles y que cesó después de la promulgación del evangelio. Pues el Depósito de Fe necesitaba salvaguardarse y preservarse dentro de la Iglesia de Cristo. Así, cuando Cristo prometió enviar el Espíritu Santo, dijo:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de Verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce” (Jn. 14:16).
Y también cuando Cristo ordenó a sus Apóstoles enseñar a todas las naciones, añadió:
“Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20).
Fue la voluntad de Cristo que la misión que Él encargó a sus Apóstoles, de enseñar a todas las naciones, continuaría en sus sucesores, esto es, en el Papa (el sucesor de San Pedro) y en los obispos (los sucesores de los Apóstoles). El Papa y los obispos representan la autoridad viviente y docente en la Iglesia de Cristo. Como declaró el primer Concilio Vaticano:
“La razón para esto es que el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de San Pedro, no para que pudieran hacer conocer alguna nueva revelación Suya, sino que, con Su asistencia pudieran religiosamente guardar y fielmente explicar la revelación o Depósito de Fe que fue transmitida a través de los apóstoles” (Vaticano I, Pastor Aeternus, 1870).
Por tanto, el Espíritu Santo mora en la Iglesia Católica a perpetuidad para divinamente ayudarla a enseñar a todas las naciones todo lo que Cristo mandó
“todos los días, hasta la consumación del mundo”.
Y hablando de esta unión y asistencia del Espíritu Santo con la Iglesia, el Cardenal Enrique Manning escribió:
“Y esta unión es divinamente constituída, indisoluble, eterna, la fuente de los dotes sobrenaturales para la Iglesia, la cual nunca puede estar ausente de ella, o suspendida en su operación. La Iglesia de todas las épocas, y tiempos, es inmutable en su ciencia, discernimiento y enunciación de la verdad”.
Esta es la consolación que tenemos como católicos — nuestra fe hoy en 1995 es la misma fe que se sostuvo siempre en la Iglesia de Cristo. Como católicos, podemos señalar cualquiera de las enseñanzas infalibles de la Iglesia enseñada durantes los últimos 1900 años y declarar que esa es nuestra creencia. Nuestra fe es exactamente la misma fe como fue enseñada consistentemente en el Concilio de Nicea (325 D.C.), el Concilio de Éfeso (431 D.C.), el Concilio de Trento (1570), el Concilio Vaticano I (1870) y todos los otros concilios ecuménicos de la Iglesia Católica. Nuestra fe es exactamente la misma que la fe enseñada infaliblemente por los Papas, los sucesores de San Pedro. Y cuando se estudian las enseñanzas de los Papas y concilios a través de los siglos, hay tal consistencia y exactitud que, si uno no estuviera consciente de los Papas individuales y de los concilios ecuménicos involucrados, parecería como si todas las varias enseñanzas hubieran tenido a un mismo autor.
Además, otra maravillosa manifestación de la divina asistencia del Espíritu Santo es la unidad de la Iglesia Católica. La Iglesia Católica está hecha de hombres de todas las naciones viviendo en tan diferentes áreas del mundo, hablando en tantos idiomas diversos, teniendo tan vastas diferencias en costumbres y prácticas; y, con todo, están unidos en la misma fe, en el mismo culto — el Santo Sacrificio de la Misa, y en los mismos medios de santificación — los Siete sacramentos. Esta unión de fe y de culto entre los hombres, manifiesta la divina asistencia del Espíritu Santo.
Habiendo considerado la asistencia del Espíritu Santo dentro del Cuerpo Místico de Cristo en general, consideremos brevemente su asistencia dentro de las almas individuales de los fieles. San Pablo en su primer epístola a los Corintios les recordó de la morada del Espíritu Santo en sus almas:
“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Co. 3:16).
Esta es una muy importante verdad de nuestra fe. Por el bautismo, no sólo se borró de nuestras almas el pecado original, sino que también se le dio al alma vida espiritual a través de la gracia santificante. Cuando estamos en el estado de gracia santificante, compartimos en la vida de Dios dentro de nuestras almas; somos hijos adoptados de Dios; somos templos del Espíritu Santo. Además, en el bautismo, Dios infundió en nuestras almas las tres virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, y los siete dones del Espíritu Santo (hábitos infusos que nos dan la ayuda especial del Espíritu Santo para conocer y hacer la voluntad de Dios). Esta ayuda especial del Espíritu Santo aumenta cuando recibimos el Sacramento de la Confirmación. Esta es la razón por la que la Iglesia prescribe que aquéllos que han de casarse o han de entrar a los estados clericales o religiosos, deben haber recibido el Sacramento de la Confirmación.
No puede haber duda de que vivimos en tiempos muys problemáticos y confusos, ambos doctrinal y espiritualmente, como escribió una vez San Pablo:
“Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oir, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Tim. 4:3-4).
¿Perseveraremos en la vida de la fe en estos tiempos? Prestemos atención a las palabras del Papa León XIII:
“Debemos orar e invocar al Espíritu Santo, pues cada uno de nosotros necesita grandemente de su protección y ayuda. Un hombre cuanto más sea deficiente en sabiduría, más débil en fuerzas, cargado de problemas, propenso al pecado, tanto más debería volar hacia Aquél que es la inagotable fuente de luz, fortaleza, consolación y santidad” (Divinum Illud, Mayo 9, 1897).
Finalmente, al comenzar esta novena anual en honor al Espíritu Santo, recordemos que esta es la más antigua de las novenas. Fue hecha por orden del mismo Nuestro Señor, cuando envió a sus Apóstoles de regreso a Jerusalén para esperar la venida del Espíritu Santo el primer Pentecostés. Y sigue siendo la única novena prescrita por la Iglesia. Para rezar merecedoramente esta novena, prestemos otra vez atención las palabras del Papa León XIII:
“Conocéis muy bien las maravillosas e íntimas relaciones existentes entre ella (la Santísima Virgen María) y el Espíritu Santo, de tal manera que justamente se le llama a ella su esposa. La intercesión de la Santa Virge fue de gran provecho, ambos en el misterio de la Encarnación y en la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Que pueda ella seguir fortaleciendo nuestras oraciones con sus sufragios, y que, en medio de todas las tensiones y problemas de las naciones, esos prodigios divinos puedan ser revividos felizmente por el Espíritu Santo, las cuales fueron predichas en las palabras de David: “Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra (Salmos 103)”.
“Creo en el Espíritu Santo”
enseguida del artículo,
“la Santa Iglesia Católica”,
a fin de recalcar la relación del Espíritu Santo con la verdadera Iglesia de Cristo. En esta carta pastoral, consideremos brevemente la divina asistencia del Espíritu Santo dentro de la Iglesia Católica en general y también en particular, i.e., en cada miembro individuo de la Iglesia. Que estas consideraciones los pueda mover a una mayor devoción hacia el Espíritu Santo y nos inspire a rezar esta novena fervientemente.
Antes que nada, cuando Nuestro Señor y Salvador Jesucristo estableció su Iglesia, prometió a sus Apóstoles que enviaría a otro Consolador, a quien llamó el Espíritu de Verdad. Leemos en el Evangelio de San Juan:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de Verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce” (Jn. 14:16).
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14:26).
“Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de Verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Juan 15:26).
“Os conviene que yo me vaya; porque si nome fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Jn. 16:7).
“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (Jn. 16:13).
A partir de estas referencias bíblicas, podemos claramente ver la asistencia divina que el Espíritu Santo proporcionada a los Apóstoles — ayudarles a enseñar las verdades divinamente reveladas por el Hijo de Dios, Jesucristo. Notemos en particular las palabras de Cristo citadas arriba:
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14:26).
Estas palabras son similares a las palabras de Cristo a sus Apóstoles:
“Por tanto, id, enseñad a todas las naciones... a guardar todas las cosas que os he mandado” (Mt. 28:19)
“Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:16).
Los Apóstoles, después del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés, cumplieron esta orden de Cristo y predicaron el evangelio a todas las naciones. De sus enseñanzas hemos recibido lo que se conoce como el Depósito de Fe, i.e., todo lo que ha sido revelado por Dios. El Depósito de Fe se compone de la Sagrada Escritura y de la Sagrada Tradición. Después de la muerte de los Apóstoles, la Revelación Divina había sido completada y Dios ya no reveló nada destinado a la humanidad entera.
Pero no pensemos que la divina asistencia del Espíritu Santo se limitó únicamente a los Apóstoles y que cesó después de la promulgación del evangelio. Pues el Depósito de Fe necesitaba salvaguardarse y preservarse dentro de la Iglesia de Cristo. Así, cuando Cristo prometió enviar el Espíritu Santo, dijo:
“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de Verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce” (Jn. 14:16).
Y también cuando Cristo ordenó a sus Apóstoles enseñar a todas las naciones, añadió:
“Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20).
Fue la voluntad de Cristo que la misión que Él encargó a sus Apóstoles, de enseñar a todas las naciones, continuaría en sus sucesores, esto es, en el Papa (el sucesor de San Pedro) y en los obispos (los sucesores de los Apóstoles). El Papa y los obispos representan la autoridad viviente y docente en la Iglesia de Cristo. Como declaró el primer Concilio Vaticano:
“La razón para esto es que el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de San Pedro, no para que pudieran hacer conocer alguna nueva revelación Suya, sino que, con Su asistencia pudieran religiosamente guardar y fielmente explicar la revelación o Depósito de Fe que fue transmitida a través de los apóstoles” (Vaticano I, Pastor Aeternus, 1870).
Por tanto, el Espíritu Santo mora en la Iglesia Católica a perpetuidad para divinamente ayudarla a enseñar a todas las naciones todo lo que Cristo mandó
“todos los días, hasta la consumación del mundo”.
Y hablando de esta unión y asistencia del Espíritu Santo con la Iglesia, el Cardenal Enrique Manning escribió:
“Y esta unión es divinamente constituída, indisoluble, eterna, la fuente de los dotes sobrenaturales para la Iglesia, la cual nunca puede estar ausente de ella, o suspendida en su operación. La Iglesia de todas las épocas, y tiempos, es inmutable en su ciencia, discernimiento y enunciación de la verdad”.
Esta es la consolación que tenemos como católicos — nuestra fe hoy en 1995 es la misma fe que se sostuvo siempre en la Iglesia de Cristo. Como católicos, podemos señalar cualquiera de las enseñanzas infalibles de la Iglesia enseñada durantes los últimos 1900 años y declarar que esa es nuestra creencia. Nuestra fe es exactamente la misma fe como fue enseñada consistentemente en el Concilio de Nicea (325 D.C.), el Concilio de Éfeso (431 D.C.), el Concilio de Trento (1570), el Concilio Vaticano I (1870) y todos los otros concilios ecuménicos de la Iglesia Católica. Nuestra fe es exactamente la misma que la fe enseñada infaliblemente por los Papas, los sucesores de San Pedro. Y cuando se estudian las enseñanzas de los Papas y concilios a través de los siglos, hay tal consistencia y exactitud que, si uno no estuviera consciente de los Papas individuales y de los concilios ecuménicos involucrados, parecería como si todas las varias enseñanzas hubieran tenido a un mismo autor.
Además, otra maravillosa manifestación de la divina asistencia del Espíritu Santo es la unidad de la Iglesia Católica. La Iglesia Católica está hecha de hombres de todas las naciones viviendo en tan diferentes áreas del mundo, hablando en tantos idiomas diversos, teniendo tan vastas diferencias en costumbres y prácticas; y, con todo, están unidos en la misma fe, en el mismo culto — el Santo Sacrificio de la Misa, y en los mismos medios de santificación — los Siete sacramentos. Esta unión de fe y de culto entre los hombres, manifiesta la divina asistencia del Espíritu Santo.
Habiendo considerado la asistencia del Espíritu Santo dentro del Cuerpo Místico de Cristo en general, consideremos brevemente su asistencia dentro de las almas individuales de los fieles. San Pablo en su primer epístola a los Corintios les recordó de la morada del Espíritu Santo en sus almas:
“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Co. 3:16).
Esta es una muy importante verdad de nuestra fe. Por el bautismo, no sólo se borró de nuestras almas el pecado original, sino que también se le dio al alma vida espiritual a través de la gracia santificante. Cuando estamos en el estado de gracia santificante, compartimos en la vida de Dios dentro de nuestras almas; somos hijos adoptados de Dios; somos templos del Espíritu Santo. Además, en el bautismo, Dios infundió en nuestras almas las tres virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, y los siete dones del Espíritu Santo (hábitos infusos que nos dan la ayuda especial del Espíritu Santo para conocer y hacer la voluntad de Dios). Esta ayuda especial del Espíritu Santo aumenta cuando recibimos el Sacramento de la Confirmación. Esta es la razón por la que la Iglesia prescribe que aquéllos que han de casarse o han de entrar a los estados clericales o religiosos, deben haber recibido el Sacramento de la Confirmación.
No puede haber duda de que vivimos en tiempos muys problemáticos y confusos, ambos doctrinal y espiritualmente, como escribió una vez San Pablo:
“Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oir, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Tim. 4:3-4).
¿Perseveraremos en la vida de la fe en estos tiempos? Prestemos atención a las palabras del Papa León XIII:
“Debemos orar e invocar al Espíritu Santo, pues cada uno de nosotros necesita grandemente de su protección y ayuda. Un hombre cuanto más sea deficiente en sabiduría, más débil en fuerzas, cargado de problemas, propenso al pecado, tanto más debería volar hacia Aquél que es la inagotable fuente de luz, fortaleza, consolación y santidad” (Divinum Illud, Mayo 9, 1897).
Finalmente, al comenzar esta novena anual en honor al Espíritu Santo, recordemos que esta es la más antigua de las novenas. Fue hecha por orden del mismo Nuestro Señor, cuando envió a sus Apóstoles de regreso a Jerusalén para esperar la venida del Espíritu Santo el primer Pentecostés. Y sigue siendo la única novena prescrita por la Iglesia. Para rezar merecedoramente esta novena, prestemos otra vez atención las palabras del Papa León XIII:
“Conocéis muy bien las maravillosas e íntimas relaciones existentes entre ella (la Santísima Virgen María) y el Espíritu Santo, de tal manera que justamente se le llama a ella su esposa. La intercesión de la Santa Virge fue de gran provecho, ambos en el misterio de la Encarnación y en la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Que pueda ella seguir fortaleciendo nuestras oraciones con sus sufragios, y que, en medio de todas las tensiones y problemas de las naciones, esos prodigios divinos puedan ser revividos felizmente por el Espíritu Santo, las cuales fueron predichas en las palabras de David: “Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra (Salmos 103)”.
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