Madre, una gracia te pido, 
que me sanes en cuerpo y alma.

viernes, 9 de abril de 2010

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y EL DON DE LA INCORRUPTIBILIDAD


De “La Encarnación del Verbo”, de San Atanasio

P. Enrique González VE
Nuestro Señor Jesucristo, el Verbo de Dios, se encarnó para nuestra salvación, y por medio de su muerte obró para nosotros la redención, ya que no es de otra manera que por la cruz como debía obrar la salvación de todos.

Ahora bien, después de su muerte, no pasó mucho tiempo para que él nos mostrase el fruto de su victoria, resucitó muy pronto. Pero era muy conveniente que resucitase al tercer día; porque si lo hubiera hecho al mismo momento de la muerte se habría pensado que no había muerto, por eso para mostrarnos que realmente había muerto dejó pasar tres días. Tampoco dejó pasar más tiempo, porque se correría el riesgo del olvido, y además se podría haber pensado que se trataba de otro cuerpo. El Señor resucitó en el momento justo cuando aún tenían en los oídos el sonido de su voz, cuando los ojos (de los discípulos) le esperaban todavía y sus espíritus estaban en suspenso… fue ahí cuando mostró inmortal e incorruptible su cuerpo, que durante tres días había estado muerto. Y de este modo nos demostró que si su cuerpo había muerto no se debía a la debilidad del Verbo que habitaba en él, sino para destruir la muerte en su cuerpo con el poder del Salvador.

Jesucristo verdaderamente destruyó la muerte con su muerte, de manera que ésta no tenga más fuerza en adelante, y como ejemplo de esto, dice el Santo, los discípulos de Cristo desprecian la muerte; es más se lanzan contra ella; así tenemos el ejemplo de tantos mártires que han dado su sangre por Aquel que es la vida, sabiendo que muriendo no perecen sino que viven, y que la resurrección los volverá incorruptibles, siendo de este modo destruido verdaderamente el diablo que atacaba a los hombres con la muerte. ¿Dónde está, muerte, tu victoria; dónde, infierno, tu aguijón? (1Co 15,55).

El hombre, que por naturaleza teme la muerte y la disolución de su cuerpo; después de revestirse de la fe de la cruz, desprecia este sentimiento natural y por Cristo no teme la muerte. Ya que es Él quien nos ha conseguido esta victoria, con su ascenso a la cruz aniquiló y venció a la muerte. Ejemplo y testimonio de que la muerte no tiene más poder sobre el hombre la dan ejemplarmente los mártires (podemos pensar en todos los que han habido en el siglo que pasó), también los cristianos que mueren santamente, con la esperanza en la resurrección (incluso entre niños tenemos el ejemplo de Antonieta de Meo).

Todo esto nos muestra que la muerte ha sido aniquilada y que la Cruz de Cristo es un trofeo conseguido sobre ella, que el Salvador ha resucitado su cuerpo para siempre inmortal. Ya que si la muerte ha sido muerta con Él ¿qué le faltaba sino resucitar con un cuerpo glorioso? Con su resurrección hizo visible su triunfo.

Otro testimonio de que el Señor está vivo y actúa lo tenemos en que solamente los que viven tienen acción e influencia sobre los hombres, y de este modo el Señor cada día persuade invisiblemente una multitud de gente a creer en su doctrina. ¿Es acaso un muerto capaz de penetrar el corazón de los hombres, y hacerles abrazar su doctrinas? Y si no está actuando porque está muerto. ¿Cómo es que hace cambiar a los hombres de actividad? Que el homicida no mate más, que el injusto obre la justicia, que el impío sea piadoso… persuade a la virtud, enseña la inmortalidad, conduce al deseo del cielo, revela el conocimiento del Padre, inspira la fuerza contra la muerte. Todo esto no es la obra de un muerto sino de un vivo y especialmente de un Dios.

Es de este modo que el Hijo de Dios, vivo y activo, está actuando cada día y opera la salvación de todos. Él que tomó un cuerpo y lo hizo suyo, para nuestra salvación. No podía no morir porque tomó un cuerpo mortal. Pero no era posible que permaneciese en la muerte, puesto que había sido el templo de la vida. Así ha muerto como mortal, pero recobró la vida por la vida que había en Él.

Por tanto nosotros, cristianos, religiosos debemos ser testigos y testimonios con nuestras vidas de esta resurrección, crucificando en nosotros todas aquellas cosas que son muerte, las obras del diablo, del mundo y de la carne; renaciendo a una vida nueva, mostrando y testimoniando aquellas realidades celestes por medio de los votos, signos de la vida angélica.

Le pedimos a Maria, Madre del Verbo Encarnado esta gracia.

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