Reflexión dominical con el P. Adelino
La liturgia de este domingo nos ayuda a observar dos características de Dios: por un lado Compasivo y Bondadoso (1ª Lectura) y por otro lado, Paciente (Evang.). A veces nos cuesta entender la pedagogía que Dios utiliza para educarnos en su Palabra.
Después de los dos temas anteriores (I y II dom), la tentación y la gloria, la liturgia nos propone entrar de lleno en el tema de la conversión. Para recibir la gracia que Dios nos da, es necesario reconocernos pecadores, es decir, sólo podemos contemplar la gloria y recibir la gracia de Dios si estamos vacíos de nosotros mismos. No nos olvidemos que delante del Señor todos somos iguales, en el sentido de ser pecadores. Dios nos pone a todos la misma bolsa.
Las dos primeras lecturas y la primera parte del evangelio nos sirve para que entremos en ese espíritu del Santo Temor de Dios (el Don del Espíritu Santo). Dios se revela a Moisés lleno de compasión y además un Dios liberador: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios…” Dios no soporta la opresión que vive su pueblo, el dolor y el sufrimiento de su pueblo. Es justamente eso que no entendemos nosotros, pensando muchas veces que Dios es injusto, porque pensamos en la justicia de Dios con los mismos criterios que pensamos la justicia nuestra. Muchos pueden preguntar: “Si Dios no soporta la opresión, el dolor, el sufrimiento, ¿por qué entonces pasa tanta cosa en el mundo? La respuesta la vamos a tener cuando hablemos del evangelio.
Dios se aparece a Moisés en la zarza. El fuego es muy significativo. Es un fuego que no hace daño. El fuego del amor de Dios no nos daña, no nos hace mal, por el contrario, nos llena de vigor, de coraje y de vida. Aquí Dios le dice a Moisés cómo es su nombre, el para siempre, el permanente, el eterno, el que no cambia. Dios utiliza el verbo en el presente de indicativo: “YO SOY”. La importancia de ese tiempo verbal es que significa eternidad. No hay cambio, no hay variantes. Yo soy el que soy. Jesús utilizará el mismo verbo y el mismo tiempo: yo soy el pan de vida, yo soy la verdad… Yo soy el principio y el fin… De ahí vamos a entender lo que dice la carta a los Hebreos: “Jesucristo, ayer, hoy y siempre”, o sea, el que es eternamente. Por eso Dios antes de revelarse como el que es, dice yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob, es decir no cambié, soy el mismo. En las tres generaciones soy el mismo… En este sentido Dios no cambia su modo de pensar y obrar por ser afectado por nuestros pecados, o sea, nuestros pecados no afectan al amor de Dios.
Continuando en la Primera lectura, Dios le dice a Moisés, quita las sandalias de tus pies porque este suelo es santo. ¿Cómo entender eso? Pensemos como nos dice San Pablo en la segunda lectura, esto es simbólicamente, es decir, un lenguaje figurado. Quitar las sandalias es despojarse, humillarse, reconocer que delante de Dios no podemos estar con nuestro orgullo, la autosuficiencia, la arrogancia, la prepotencia, la soberbia. Quitarse las sandalias es reconocer que no somos iguales a Dios. Sólo cuando nos reconocemos pecadores, menores que Dios, humillados, vacíos de nosotros mismos podemos encontrarnos con él.
Vimos que en el primer domingo la oración nos ayuda a vencer a las tentaciones para poder llegar a la gloria, a la que fuimos predestinados (II dom), pero para que continuemos peregrinando a esta gloria hay una condición, la conversión (III dom). Dios nos llama hoy a reconocernos pecadores, no mejor ni peor que nadie, solamente pecadores delante de él.
En este sentido entramos en la primera parte del evangelio de hoy. Vienen a Jesús para contarle lo que ha pasado con aquellas personas muertas. Jesús les contesta de modo duro, frenando en ellos la actitud de ponerse en el lugar de jueces de los demás. De modo muy claro y contextualizando podemos decir así: si nosotros pensamos que las víctimas de Haití y de Chile son peores que nosotros y que eso ha pasado por los pecados cometidos, o sea, castigo de Dios, tengamos cuidado que podremos tener la misma suerte. Contextualizando un poco más. Si nosotros nos ponemos a juzgar al borracho, a la prostituta, al ladrón, al vecino… tengamos cuidado, podremos tener la misma suerte. No caigamos en la idiotez de pensar que somos mejores que ellos. NO, no lo somos. La misma suerte sería que mientras pasamos el tiempo juzgando a los demás, pensando que somos mejores, vivimos cometiendo pecados (recordemos la parábola del publicano). Por eso San Pablo nos dice: “Todo eso sucedió simbólicamente, y está escrito para que nos sirva de lección a los que vivimos en el tiempo final. Por eso, el que se cree muy seguro, ¡Cuídese de no caer! Nadie nunca está totalmente seguro, hay siempre tentaciones, hay siempre un pecado cometido. Juzgar compite a Dios…
El Evangelio termina hablando de la parábola de la higuera. Esta parábola habla de la paciencia de Dios. Cuantas veces pensamos que tanta cosa ha pasado, que hay tanta injusticia en el mundo, tanta inseguridad que Dios podría decir ¡basta! Fue la actitud del dueño de la viña, después de tres años esperando por un fruto bueno, nunca comió de ese fruto. ¿Cuántos años tenemos cada uno de nosotros? ¿Cuántos años Dios está esperando que de cada uno saiga un fruto bueno? Es eso, Dios espera siempre por nosotros pacientemente. Si él decide cortarnos (llegar el fin de todo),¿estaremos preparados para el encuentro definitivo con el Señor?
Pidamos al Señor que nos ayude a reconocernos pecadores y abramos nuestro corazón al arrepentimiento. El Espíritu Santo nos ayude a convertirnos y a dar frutos.
La liturgia de este domingo nos ayuda a observar dos características de Dios: por un lado Compasivo y Bondadoso (1ª Lectura) y por otro lado, Paciente (Evang.). A veces nos cuesta entender la pedagogía que Dios utiliza para educarnos en su Palabra.
Después de los dos temas anteriores (I y II dom), la tentación y la gloria, la liturgia nos propone entrar de lleno en el tema de la conversión. Para recibir la gracia que Dios nos da, es necesario reconocernos pecadores, es decir, sólo podemos contemplar la gloria y recibir la gracia de Dios si estamos vacíos de nosotros mismos. No nos olvidemos que delante del Señor todos somos iguales, en el sentido de ser pecadores. Dios nos pone a todos la misma bolsa.
Las dos primeras lecturas y la primera parte del evangelio nos sirve para que entremos en ese espíritu del Santo Temor de Dios (el Don del Espíritu Santo). Dios se revela a Moisés lleno de compasión y además un Dios liberador: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios…” Dios no soporta la opresión que vive su pueblo, el dolor y el sufrimiento de su pueblo. Es justamente eso que no entendemos nosotros, pensando muchas veces que Dios es injusto, porque pensamos en la justicia de Dios con los mismos criterios que pensamos la justicia nuestra. Muchos pueden preguntar: “Si Dios no soporta la opresión, el dolor, el sufrimiento, ¿por qué entonces pasa tanta cosa en el mundo? La respuesta la vamos a tener cuando hablemos del evangelio.
Dios se aparece a Moisés en la zarza. El fuego es muy significativo. Es un fuego que no hace daño. El fuego del amor de Dios no nos daña, no nos hace mal, por el contrario, nos llena de vigor, de coraje y de vida. Aquí Dios le dice a Moisés cómo es su nombre, el para siempre, el permanente, el eterno, el que no cambia. Dios utiliza el verbo en el presente de indicativo: “YO SOY”. La importancia de ese tiempo verbal es que significa eternidad. No hay cambio, no hay variantes. Yo soy el que soy. Jesús utilizará el mismo verbo y el mismo tiempo: yo soy el pan de vida, yo soy la verdad… Yo soy el principio y el fin… De ahí vamos a entender lo que dice la carta a los Hebreos: “Jesucristo, ayer, hoy y siempre”, o sea, el que es eternamente. Por eso Dios antes de revelarse como el que es, dice yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob, es decir no cambié, soy el mismo. En las tres generaciones soy el mismo… En este sentido Dios no cambia su modo de pensar y obrar por ser afectado por nuestros pecados, o sea, nuestros pecados no afectan al amor de Dios.
Continuando en la Primera lectura, Dios le dice a Moisés, quita las sandalias de tus pies porque este suelo es santo. ¿Cómo entender eso? Pensemos como nos dice San Pablo en la segunda lectura, esto es simbólicamente, es decir, un lenguaje figurado. Quitar las sandalias es despojarse, humillarse, reconocer que delante de Dios no podemos estar con nuestro orgullo, la autosuficiencia, la arrogancia, la prepotencia, la soberbia. Quitarse las sandalias es reconocer que no somos iguales a Dios. Sólo cuando nos reconocemos pecadores, menores que Dios, humillados, vacíos de nosotros mismos podemos encontrarnos con él.
Vimos que en el primer domingo la oración nos ayuda a vencer a las tentaciones para poder llegar a la gloria, a la que fuimos predestinados (II dom), pero para que continuemos peregrinando a esta gloria hay una condición, la conversión (III dom). Dios nos llama hoy a reconocernos pecadores, no mejor ni peor que nadie, solamente pecadores delante de él.
En este sentido entramos en la primera parte del evangelio de hoy. Vienen a Jesús para contarle lo que ha pasado con aquellas personas muertas. Jesús les contesta de modo duro, frenando en ellos la actitud de ponerse en el lugar de jueces de los demás. De modo muy claro y contextualizando podemos decir así: si nosotros pensamos que las víctimas de Haití y de Chile son peores que nosotros y que eso ha pasado por los pecados cometidos, o sea, castigo de Dios, tengamos cuidado que podremos tener la misma suerte. Contextualizando un poco más. Si nosotros nos ponemos a juzgar al borracho, a la prostituta, al ladrón, al vecino… tengamos cuidado, podremos tener la misma suerte. No caigamos en la idiotez de pensar que somos mejores que ellos. NO, no lo somos. La misma suerte sería que mientras pasamos el tiempo juzgando a los demás, pensando que somos mejores, vivimos cometiendo pecados (recordemos la parábola del publicano). Por eso San Pablo nos dice: “Todo eso sucedió simbólicamente, y está escrito para que nos sirva de lección a los que vivimos en el tiempo final. Por eso, el que se cree muy seguro, ¡Cuídese de no caer! Nadie nunca está totalmente seguro, hay siempre tentaciones, hay siempre un pecado cometido. Juzgar compite a Dios…
El Evangelio termina hablando de la parábola de la higuera. Esta parábola habla de la paciencia de Dios. Cuantas veces pensamos que tanta cosa ha pasado, que hay tanta injusticia en el mundo, tanta inseguridad que Dios podría decir ¡basta! Fue la actitud del dueño de la viña, después de tres años esperando por un fruto bueno, nunca comió de ese fruto. ¿Cuántos años tenemos cada uno de nosotros? ¿Cuántos años Dios está esperando que de cada uno saiga un fruto bueno? Es eso, Dios espera siempre por nosotros pacientemente. Si él decide cortarnos (llegar el fin de todo),¿estaremos preparados para el encuentro definitivo con el Señor?
Pidamos al Señor que nos ayude a reconocernos pecadores y abramos nuestro corazón al arrepentimiento. El Espíritu Santo nos ayude a convertirnos y a dar frutos.
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