Crónica de las huellas
Habla
Simón
Tropezaba y caía.
¡Era tan frágil!
¡Tan solitario y duro su camino aturdido por súplicas letárgicas!
Yo regresaba de labrar la tierra.
Mis músculos tensaban su fatiga
y apoyaba en el hueco de los hombros los utensilios que cargara al alba.
Me detuve a observar al Nazareno;
enmarañada de sudor y espinas su oscura cabellera condenada.
Un cónclave de miedos lo seguía;
huecos de cobardía, miserables, rasgándose sayales penitentes con astillas de manos enlutadas.
Entonces,
con la voz de su agonía,
mientras los soles maniataban ecos,
Él anunció los tiempos del castigo...
Cuando serán felices las estériles, los senos que jamás amamantaron y el útero que no hubo retenido filamentos de sangres exiliadas.
El centurión me dijo:
¡Cireneo!
¡Exime de su espalda ese patíbulo donde, centurias de odios mutilados saquearán, al hebreo, su esperanza!
Dejé mis herramientas sobre el polvo...
Rehén de inesperados huracanes sentí como me hundía, lentamente, en su mirada desvalida y trágica.
Luego anduve las piedras, el camino, la exacta longitud de su cansancio, sintiéndome una hoja en el otoño,
perfiles de penumbra inevitable sosteniendo su cruz hasta aquel sitio que el cráneo establecía en la distancia.
Allí lo abandoné...
Arrojé al suelo, abominable y yermo cual ninguno, el destino final de las estacas.
Pensé en mis hijos, Rufo y Alejandro;
en el hogar, en el mantel tendido, en la redonda espera de la hogaza...
Pensé en la vida que aguardaba abajo, en los leños marchitos y el tejado,
en mi mujer zurciendo con sus manos la gloria de su fe deshilachada...
Y eché a correr sobre mis pies de greda,
sin volverme a mirar el sacrificio
que comenzaba a arder, a mis espaldas.
Habla
Simón
Tropezaba y caía.
¡Era tan frágil!
¡Tan solitario y duro su camino aturdido por súplicas letárgicas!
Yo regresaba de labrar la tierra.
Mis músculos tensaban su fatiga
y apoyaba en el hueco de los hombros los utensilios que cargara al alba.
Me detuve a observar al Nazareno;
enmarañada de sudor y espinas su oscura cabellera condenada.
Un cónclave de miedos lo seguía;
huecos de cobardía, miserables, rasgándose sayales penitentes con astillas de manos enlutadas.
Entonces,
con la voz de su agonía,
mientras los soles maniataban ecos,
Él anunció los tiempos del castigo...
Cuando serán felices las estériles, los senos que jamás amamantaron y el útero que no hubo retenido filamentos de sangres exiliadas.
El centurión me dijo:
¡Cireneo!
¡Exime de su espalda ese patíbulo donde, centurias de odios mutilados saquearán, al hebreo, su esperanza!
Dejé mis herramientas sobre el polvo...
Rehén de inesperados huracanes sentí como me hundía, lentamente, en su mirada desvalida y trágica.
Luego anduve las piedras, el camino, la exacta longitud de su cansancio, sintiéndome una hoja en el otoño,
perfiles de penumbra inevitable sosteniendo su cruz hasta aquel sitio que el cráneo establecía en la distancia.
Allí lo abandoné...
Arrojé al suelo, abominable y yermo cual ninguno, el destino final de las estacas.
Pensé en mis hijos, Rufo y Alejandro;
en el hogar, en el mantel tendido, en la redonda espera de la hogaza...
Pensé en la vida que aguardaba abajo, en los leños marchitos y el tejado,
en mi mujer zurciendo con sus manos la gloria de su fe deshilachada...
Y eché a correr sobre mis pies de greda,
sin volverme a mirar el sacrificio
que comenzaba a arder, a mis espaldas.
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