Madre, una gracia te pido, 
que me sanes en cuerpo y alma.

jueves, 31 de diciembre de 2009

María Madre de Dios


XXXIV Jornada Mundial de la Paz

Homilia de PP. Juan Pablo II

1. "Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre" (Lc 2, 19).

Hoy, Octava de Navidad, la liturgia nos estimula con estas palabras a caminar, con nuevo y consciente fervor, hacia Belén, para adorar al Niño divino, que ha nacido por nosotros. Nos invita a seguir los pasos de los pastores que, al entrar en la gruta, reconocen en aquel pequeño ser humano, "nacido de una mujer, nacido bajo la ley" (Ga 4, 4), al Omnipotente que se hizo uno de nosotros. Junto a él, José y María son testigos silenciosos del prodigio de la Navidad. Este es el misterio que también nosotros, hoy, contemplamos asombrados: ha nacido por nosotros el Señor. María dio "a luz al Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos" (cf. Sedulio).

Permanecemos extasiados ante la escena que nos narra el evangelista. Contemplemos, de modo particular, a los pastores. Ellos, modelos sencillos y gozosos de la búsqueda humana, especialmente en el marco del gran jubileo, ponen de manifiesto cuáles deben ser las condiciones interiores para encontrar a Jesús.

La desarmante ternura del Niño, la pobreza sorprendente en la que se halla, y la humilde sencillez de María y José transforman la vida de los pastores: se convierten así en mensajeros de salvación, evangelistas ante litteram. Escribe san Lucas: "Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho" (Lc 2, 20). Se fueron felices y enriquecidos por un acontecimiento que había cambiado su existencia. En sus palabras se percibe el eco de una alegría interior que se transforma en canto: "Se volvieron dando gloria y alabanza a Dios".

2. También nosotros, en este Año jubilar, nos hemos puesto en camino para encontrar a Cristo, el Redentor del hombre. Al cruzar la Puerta santa, hemos experimentado su presencia misteriosa, que da al hombre la posibilidad de pasar del pecado a la gracia, de la muerte a la vida. El Hijo de Dios, que se encarnó por nosotros, nos ha hecho oír su fuerte exhortación a la conversión y al amor.

¡Cuántos dones, cuántas ocasiones extraordinarias ha ofrecido el gran jubileo a los creyentes! En la experiencia del perdón recibido y dado, en el recuerdo de los mártires, en la escucha del grito de los pobres del mundo y en los testimonios llenos de fe que nos han transmitido nuestros hermanos creyentes de todos los tiempos, también nosotros hemos percibido la presencia salvífica de Dios en la historia. Hemos palpado su amor que renueva la faz de la tierra. Dentro de algunos días concluirá este tiempo especial de gracia. Como a los pastores que fueron a adorarlo, Cristo pide a los creyentes, a quienes ha dado la alegría de encontrarlo, una valiente disponibilidad a ponerse nuevamente en camino para anunciar su Evangelio, antiguo y siempre nuevo. Los envía a vivificar la historia y las culturas de los hombres con su mensaje salvífico.

3. "Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios" (Lc 2, 30). También nosotros, animados y enriquecidos por la gracia jubilar, iniciemos este nuevo año que nos da el Señor. Nos confortan las palabras de la primera lectura, que renuevan la bendición del Creador: "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24-25). El Señor nos dé su paz, la paz que no es fruto de componendas humanas, sino del sorprendente efecto de su mirada benévola sobre nosotros. Esta es la paz que invocamos hoy, al celebrar la XXXIV Jornada mundial de la paz.

Saludo con gran afecto a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, presentes en esta solemne liturgia. Saludo, de modo particular, al querido monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, así como a los colaboradores de ese dicasterio, que tiene la misión específica de representar la solicitud del Papa y de la Sede apostólica por la promoción de un mundo más justo y concorde. Saludo a las autoridades y a cuantos han querido intervenir en este encuentro de oración por la paz. A todos quisiera volver a proponer idealmente el Mensaje para la jornada mundial de la paz de este año, en el que he afrontado un tema particularmente actual, el "Diálogo entre las culturas para una civilización del amor y la paz".

4. Hoy, en este sugestivo marco litúrgico, renuevo a toda persona de buena voluntad la invitación apremiante a recorrer con confianza y tenacidad el camino privilegiado del diálogo. Sólo así no se dilapidarán las riquezas específicas, que caracterizan la historia y la vida de los hombres y los pueblos, sino que, por el contrario, podrán contribuir a la construcción de una era nueva de solidaridad fraterna. Ojalá que todos se esfuercen por promover una auténtica cultura de la solidaridad y de la justicia, estrechamente "unida al valor de la paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional" (Mensaje para la XXXIV Jornada mundial de la paz, 8 de diciembre de 2000, n. 18: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2000, p. 11).

Esto es más necesario aún en la actual situación mundial, que se ha vuelto compleja a causa de la difundida movilidad humana, la comunicación global y el encuentro, no siempre fácil, entre culturas diversas. Al mismo tiempo, hay que reafirmar con vigor la urgencia de defender la vida, bien fundamental de la humanidad, ya que "no se puede invocar la paz y despreciar la vida" (ib., 19).

Elevemos al Señor nuestra oración para que el respeto de estos valores de fondo, patrimonio de toda cultura, contribuya a la construcción de la deseada civilización del amor y de la paz. Que nos lo obtenga Cristo, Príncipe de la paz, a quien contemplamos en la pobreza del pesebre.

5. "María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (Lc 2, 19).

Hoy la Iglesia celebra la solemnidad de María, Madre de Dios. Después de presentarla como la Madre que ofrece el Niño a los pastores que lo buscaban con solicitud, el evangelista san Lucas nos brinda un icono de María, sencillo y majestuoso a la vez. María es la mujer de fe, que acogió a Dios en su corazón, en sus proyectos, en su cuerpo y en su experiencia de esposa y madre. Es la creyente capaz de captar en el insólito nacimiento del Hijo la llegada de la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), en la que Dios, eligiendo los caminos sencillos de la existencia humana, decidió comprometerse personalmente en la obra de la salvación.

La fe lleva a la Virgen santísima a recorrer sendas desconocidas e imprevisibles, conservando todo en su corazón, es decir, en la intimidad de su espíritu, para responder con renovada adhesión a Dios y a su designio de amor.

6. A ella dirigimos, al comienzo de este nuevo año, nuestra oración.

Ayúdanos también a nosotros, oh María, a renovar con espíritu de fe nuestra existencia. Ayúdanos a saber salvaguardar espacios de silencio y de contemplación en la frenética vida diaria. Haz que tendamos siempre hacia las exigencias de la paz verdadera, don de la Navidad de Cristo.

A ti, en este primer día del año 2001, te encomendamos las expectativas y las esperanzas de toda la humanidad: "Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no desoigas la oración de tus hijos necesitados; antes bien, líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita" (Liturgia de las Horas).

Virgen Madre de Dios, intercede por nosotros ante tu Hijo, para que su rostro resplandezca en el camino del nuevo milenio y todo hombre pueda vivir en la justicia y la paz. Amén.

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