Madre, una gracia te pido, 
que me sanes en cuerpo y alma.

sábado, 29 de mayo de 2010

Homilia Santísima Trinidad - Ciclo C

“Sólo la humildad de corazón permitirá vivir el misterio del Dios Uno y Trino”.


Queridos hermanos, después de haber celebrado los misterios de Cristo, en su pasión, muerte y resurrección, y también celebrado la efusión del Espíritu Santo en la Iglesia, celebramos hoy el Misterio de la Santísima Trinidad.
Este es el misterio más insondable y el misterio más grande de nuestra fe. Como decía San Agustín, “es más fácil trasladar todo el agua del mar a un pozo que conocer de todo este misterio”. El gran problema de la humanidad, o sea, nuestro problema como hombres y mujeres, es que las cosas de Dios queremos siempre aceptarlas desde la razón. Queremos razonar y cuestionar todos los aspectos. Es un poco lo que decía Tomás: “si no veo no lo creeré”. Nos olvidamos que mientras en él nos movemos y somos (Hcho 17, 28), nuestra comprensión no consigue alcanzarlo.
Queremos siempre cosas concretas para creer que Dios existe, que Jesús es el Salvador y que el Espíritu Santo nos anima y nos lleva por el camino de santidad. De paso digo que el Espíritu Santo, el Dios amor, es el Dios menos conocido y el menos rezado; es Él el que más nos puede ayudar a vivir tal misterio (Evangelio de hoy).
En cuanto a la concreción de los hechos, tenemos pruebas y muchas pruebas para creer, pero lo remarcado todavía es la dureza de nuestro corazón (ya lo decía Jesús en su tiempo). Lo que pasa es que aceptar de modo sublime y total el misterio de la Santísima Trinidad, es de algún modo asumir compromiso con la divinidad del Dios Altísimo en las Tres Personas. Infelizmente el hombre huye de los compromisos y responsabilidades con Dios. Un sólo ejemplo de algo concreto es nuestra existencia: ¿quién nos ha creado, cómo vinimos al mundo, de dónde vinimos, cómo se establece el día y la noche? ¿Para dónde iremos? La filosofía intentó, en su momento, dar explicaciones de todo y muchos de los filósofos llegaron a la conclusión que hay un bien supremo y un ser superior. Santo Tomás y San Agustín concluyen, cristianizando a la filosofía, que este bien supremo, el creador de todo es Dios. Hoy en día la ciencia busca dar explicaciones pero no puede ir más allá ni con relación al futuro ni con relación al pasado, ¿por qué? ¡Porque es un misterio! Un misterio que ya fue revelado al mundo, pero con la razón solamente no lo podemos alcanzar. Es un misterio que cuanto más uno se deja invadir por él tanto más va a conocerlo y cuanto más lo conoce tanto más se deja invadir por él. Es un misterio de amor. Una revelación de amor. La consigna es ser humilde delante del misterio para vivirlo, aunque sin comprenderlo.
La liturgia de hoy nos habla de la Sabiduría de Dios que existe antes de todo. Aunque el Antiguo Testamento no conoce la revelación de Dios como Uno y Trino, habla de un Dios vivo que con su espíritu penetra todo el ser y la historia de la humanidad (prim. Lect.). El libro de la sabiduría dice que “la sabiduría de Dios jugaba con la creación, mientras todo estaba siendo creado”. La sabiduría preexiste antes de todo. Si vamos al prólogo del Evangelio de San Juan él va a decir: “Antes era la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios”. Dios crea desde la Palabra y esta es una Palabra sabia, palabra de sabiduría, palabra que no se equivoca, que no contiene errores, que no contiene pecado, es el mismo Jesús. El judaísmo vio en la Sabiduría de Dios una realidad preexistente al propio universo: la primera creación de Dios.
En Éxodo 34, Dios se revela como el Dios de la misericordia y la fidelidad, para más adelante, en el libro del Deuteronomio (4, 32-40) revelarse como el Dios único, o sea, la unicidad de Dios. Yavé, el único Dios salvó a Israel de la opresión de Egipto. Y Dios va dando pruebas de su fidelidad, de su amor y de su misericordia cada vez que el hombre quebranta su alianza, hasta que, como nos dice San Pablo, “llegando la plenitud de los tiempos” nos manda a su único Hijo.
La plenitud de los tiempos – porque el mundo fue creado en función de Jesús, por él y para él. La venida de Jesús al mundo, así dicen todos los teólogos, se daría sí o sí. Jesús es el Salvador. La dimensión de la redención se da a partir del pecado. El hombre por haber trasgredido la fidelidad a Dios entra en pecado, por eso primero la redención y después la salvación. Es la plenitud porque en Cristo todo gana el sentido más pleno. Pero eso hablaremos otro día.
Jesús tiene una función en el mundo, llevar la humanidad a creer en el nombre del Dios Altísimo, eso está muy bien expreso en el capítulo 17 del evangelio de San Juan (Padre, los guardé en tu nombre, tu nombre es la verdad… Glorifícalos para que sean uno como tú y yo somos uno). Jesús revela al Padre. Él quiere quitar la idea de que Dios es un Dios vengativo y fortalecer la idea de que Dios es bondadoso, misericordioso, fiel, compasivo y que quiere salvar.
Como consecuencia de la fidelidad de Jesús (“he venido para hacer la voluntad de mi Padre”, “yo digo lo que oí de mi Padre”), Dios lo revela al mundo para que el mundo crea en él como Camino, Verdad y Vida. En el bautismo: “éste es mi Hijo muy querido, en él pongo todo mi bien querer” y en la transfiguración: “éste es mi Hijo, escúchenlo”. Escuchar la voz de Jesús es escuchar la voz del mismo Dios. Desde aquí está la revelación del Padre y del Hijo. El Hijo que nos revela el Padre y el Padre que nos revela el Hijo. Unidad y Amor. Entrega y compromiso. Fidelidad y donación del uno para el otro y de ambos para toda la humanidad.
¿Cómo podemos entender este misterio? Jesús dice en un determinado momento: “Te alabo Padre, porque revelaste estas cosas a los sencillos…” Para vivir este misterio, más que entenderlo, es necesario la sencillez de corazón. Un corazón soberbio y lleno de cuestionamiento de la acción de Dios no lo va a entender nunca, porque los caminos de Dios no son nuestros caminos y su pensamiento no es nuestro pensamiento. Su criterio de justicia no es nuestro criterio de justicia. Recordemos las parábolas de la misericordia de Dios y del Reino.
Dios Padre y Jesús trabajan juntos y unidos en el amor. Jesús no obra sin el Padre y el Padre no otorga nada si no es en el Hijo. De este amor incondicional brota, nace el Espíritu Santo. Es el mismo espíritu que animó a Jesús en toda su vida hasta la entrega extrema de la cruz. El mismo Espíritu que lo hace resucitar. Este mismo espíritu se queda con nosotros. “Yo voy al Padre y les mandaré otro defensor”, es el Paráclito que nos defenderá, que pondrá palabras en nuestra boca, que nos impulsará, que quitará toda división y que nos revelará toda verdad. La verdad es que el Padre está con el Hijo y para el Hijo y que el Hijo está con el Padre y para él. Unidad, Amor, Entrega, Compromiso, Fidelidad, Donación en un mismo Espíritu.
Son tres tiempos de la revelación: el tiempo de Dios (A.T.), el tiempo de Jesús (N.T.) y el tiempo del Espíritu Santo (Tiempo de la Iglesia). Son Tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo dentro de la misma naturaleza: Dios.
Pidamos al Espíritu Santo, él que nos llenó con las gracias de sus dones el domingo, que nos haga crecer en el don del entendimiento para comprender que el misterio de Dios sólo se vive con la fuerza de la humildad y abandono en él, y que nos llene de fortaleza para poder vivir y testimoniar ese misterio en las adversidades de la vida.
María, hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa del Dios Espíritu Santo, ruega por nosotros.

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