Santa Teresa de Lisieux oró y vivió de un modo peculiar la oración del Padrenuestro. Nos lo explica en una de sus confidencias espontáneas:
“A veces cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio el “Padrenuestro”, y luego la salutación angélica. Entonces estas oraciones me encantan y alimentan mi alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces”.
Padre nuestro que estás en el cielo…
La mayor originalidad y el mayor regalo de la oración de Jesús fue, sin duda, la de enseñarnos a orar dirigiéndonos a Dios como al más entrañable y cariñoso de los Padres: “Cuando queráis orar decid: Padre nuestro…” (Mt 11, 1).
Pues bien, el acierto mayor de la Santa -cuyo papel fundamental es el de volvernos al Evangelio- fue el de comenzar por descubrir su condición de “hijita” para poder, luego relacionarse a sus anchas con el Padre. De ahí que ninguna otra plegaria le ayudase tanto a conseguirlo como ésta del Padrenuestro.
A partir de aquí, es cuando Teresita escudriñará apasionadamente el rostro amoroso del Padre. Y al poco de esto, es cuando, providencialmente, en la selección de textos bíblicos que le envía su hermana Celina, descubre dos tesoros que la introducen de lleno en el océano del amor paternal de Dios:
“Quien sea pequeño, que venga a mí” (Prov 9,4). Y “como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas os merece” (Is 66,12).
He aquí el kilómetro “0″, el punto de partida de ese “pequeño camino”; de ese sendero directo que al momento descubriría para ir a Dios. Su camino de infancia espiritual. Un caminito del todo nuevo, que no fomenta el infantilismo ni la estéril confianza, sino el auténtico goce de ser y sentirnos hijos del más tierno y amoroso de los padres y de lanzarnos por amor a su servicio.
Dotada, a la vez, y según reconoce ella misma, de una asombrosa aptitud para la pedagogía espiritual, Teresita, no sólo ora y vive ella el “Padrenuestro”, sino que se lo enseña a todo el que se lo pide.
Comencemos, pues, a decir junto con ella: “Padre nuestro…”
Santificado sea tu nombre…
Santificar el nombre de Dios es reconocer su gloria, la que ha manifestado, sobre todo, en su Hijo Jesús. La gran obsesión de Teresa será, por eso mismo, “amar a Jesús y hacer que otros le amen”. Observemos que esta frase es un verdadero estribillo en sus Cartas. Incluso en el cielo, no piensa hacer otra cosa.
Santificar el nombre del Señor es convertirle en centro de nuestros pensamientos. Y ella nos confiesa: “Creo que nunca he estado tres minutos sin pensar en Dios.”
Santificar el nombre del Señor es sentirnos seguros y confiados ante El. De ahí que la Santa trabaje por vivir en paz y armonía como clima en que mejor se refleja su Bondad y en que mejor se viven actitudes tan suyas como la de la confianza y el total abandono. La tensión y división interiores, enseñará a sus novicias, no glorifican a Dios.
Venga a nosotros tu reino…
iOh Jesús mío! Ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de las almas, he aquí mi vocación”.
Y he aquí, también, uno de los mejores criterios para calibrar nuestros deseos de que el “Reino de Dios” venga por fin: nuestro celo apostólico por salvar almas.
El Maestro inyecta en Teresita una sed abrasadora por las almas. Primero, las de los pecadores, luego, las de los sacerdotes y misioneros; por fin, todas. Podríamos insertar aquí todo un sartal de textos suyos que lo atestiguan. El título de Patrona de las Misiones que le otorga la Iglesia puede resumirnos mucho en este sentido.
Llevada por este deseo de que la presencia de Dios se instaure allí donde reina el mal, no duda en sentarse a la mesa con los pecadores sometiéndose a la dura noche de la fe. Tiene, al mismo tiempo, prisa de que sus hermanas entren en el horizonte de este Reino. A su prima le dice: “Preocúpate un poco menos de ti misma…. Todos tus escrúpulos no son más que el fruto de buscarte a ti misma. Tus penas, tus congojas, todo rueda alrededor de ti misma… ¡Por favor! Olvídate de ti misma y piensa más en salvar almas” .
Su mismo sufriendo lo convierte en la mejor arma con la que luchar por este propósito: “Nunca hubiera creído que fuese posible sufrir tanto. No puedo explicármelo, a no ser por los ardientes deseos que tengo de salvar almas.
Hágase tu voluntad…
Teresa, monja contemplativa, comprende a la par que “el Reino de los Cielos está dentro de nosotros” Y que para enseñarnos el camino de este Reino; es decir, cuál es su voluntad, “Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores… Él, el Doctor de doctores, enseña sin ruido de palabras” .
Por ello, al descubrir que es totalmente incapaz de santificarse por sí misma, deja a Dios actuar en ella, y se abandona confiadamente a su acción divina. Deja a Dios ser Dios. Y lo hace ofreciéndose al Amor Misericordioso. Y es en ese abandono confiado donde ve claramente que la voluntad de Dios es un verdadero intercambio de amor entre Dios y la criatura.
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